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Columna
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Desistir del oficio

La llegada del verano se produce en junio, cuando la prensa consigna no sé qué fenómenos astrales, rotaciones y equinoccios que a los de letras nos dejan, como siempre, abandonados en nuestra propia ignorancia. Y no sólo a los de letras: para el común de los mortales, la llegada del verano estacional es un fenómeno irrelevante, anecdótico, trivial, como demuestra el escaso espacio que ocupa en los periódicos.

Para nosotros, la verdadera llegada del verano se produce en un momento posterior y muy concreto: cuando uno abandona el taller o la oficina y se jura no volver en unas cuantas semanas; cuando llegan, en fin, las vacaciones. Sin vacaciones, el verano sería un pedazo más del calendario, pero si algo lo salva es precisamente eso: el breve período del mismo en que la pereza está legitimada, cuando se decreta la legalización de la siesta y nos conforta la certidumbre de que el despertador, de una maldita vez, no nos sacudirá con su toque de diana.

Ello divide el verano en dos fragmentos absolutamente diversos: el verano de mentiras (ese que dictan los meteorólogos, y se relaciona con no sé qué de los planetas, o los equinoccios, o las mareas, o vaya usted a saber) y el verano de verdad, el verano con fundamento, que se corresponde con el notorio deber moral de no dar un palo al agua. Lo que pasa es que entre nosotros, entre los vascos, el verano se hace aún más importante. En él no sólo desistimos de reglamentos, horarios y oficinas; en él tenemos la oportunidad de desistir incluso de nosotros mismos.

Se me ocurre incluso una propuesta: podemos, en verano, dejar de ser vascos un poquito. Dejar de ser vascos por unas cuantas semanas tendría numerosísimas ventajas. Dejaríamos de dividirnos, por ejemplo, en nacionalistas y no nacionalistas. Dejaríamos de ganar cátedras universitarias por nuestra ideología (pero también el alivio de dejar de perderlas por lo mismo). Dejaríamos de escribir sobre La Cosa. Dejaríamos incluso de ser (vascos) para decidir (como vascos) y eximirnos así de esa tremenda responsabilidad plebiscitaria que nos quiere endosar el lehendakari. Gracias al verano, incluso, los dirigentes del PP podrían callarse un rato y renunciar al objetivo difamatorio de decir que la mayoría de nosotros no somos demócratas como ellos sino una algarabía de camisas pardas disfrazados de civiles. Puestos a soñar, gracias al verano los etarras podrían dejar de ser etarras un ratito, aunque esta es una singular categoría de imbéciles que ni siquiera reclaman derechos sindicales: realmente les importa un demonio el descanso de los demás.

El verano es una oportunidad incluso para que las víctimas dejen de ser víctimas. Y esta no es una afirmación cínica, ligera o irresponsable. Conozco bastantes amenazados que esperan sus vacaciones como agua de mayo porque, según confiesan, dejan de sentirse amenazados y parten hacia costas o ciudades lejanas, donde al fin juegan con sus hijos, descansan de la diaria humillación y viven sin la sombra protectora de guardias y de escoltas. Hasta en esto el verano se convierte en una forma de piedad.

Yo tengo algunos días de descanso por delante y muchos otros vascos también están en lo mismo. Dejamos de trabajar, es cierto, pero se me ocurre algo mejor: podemos dejar de ser vascos. No se trata de aconsejar a nadie lo que tiene que hacer con su vida, pero yo lo tengo muy claro para el ramillete de días que me esperan por delante: a mí no me van a pillar en eso de ser vasco. Saldré unos días fuera, pero desistiré de mi identidad. Voy a hacer de Arquíloco a lo grande. Pasaré por lo que haga falta antes de que me describan como vasco y vean en mí, como siempre pasa, un ejemplar antropológico susceptible de ser interrogado, una muestra estadística de ese singular país de locos.

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Sé que puede ser difícil (a uno, cuando habla euskera, se le nota), pero me he jurado desistir del país y del oficio. Si alguien me detecta y empieza con la eterna cantinela ('¿Así que usted es vasco? ¿Y cómo están ahora las cosas por ahí arriba?'), pienso mostrarme absolutamente implacable:

-Oiga, deje de hablarme del trabajo. Yo estoy de vacaciones.

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