Los sonidos de la búsqueda estética
Franz Grillparzer (Viena, 1791-1872) publicó esta novela corta en 1846 aunque, en realidad, la comenzara quince años antes. Era un dramaturgo de éxito en pleno Romanticismo y no deja de extrañar que se ocupase durante tanto tiempo de una narración tan breve. Quizá necesitó hacer y rehacer durante tanto tiempo porque al final esta pequeña joya literaria ha resultado ser una obra maestra de la eficiencia al servicio de la concisión expresiva y una admirable encarnación simbólica de la idea romántica del artista.
Es una narración dividida en tres partes. La primera de ellas muestra una suerte de fiesta popular y ya estas páginas dejan ver una escritura tan ajustada a la intención (en este caso, una descripción) que asombra. El narrador -el propio autor- opera como un distribuidor de espacios que va mostrando y llenando sin atropellarse nunca: es un ir-y-venir de gentes que pueblan espacios que se suceden hasta dar una impresión general especialmente afortunada de continuidad; y todo eso -ruego al lector que se fije en ello detenidamente- con un estilo que muestra un gran sentido del movimiento, que logra, literalmente, reproducir los movimientos de la gente. Y aquí quisiera decir que la versión castellana del texto en su conjunto parece muy cuidada y suena realmente bien.
EL POBRE MÚSICO
Franz Grillparzer Traducción de Eva Fructuoso Ellago Ediciones Castellón, 2002 96 páginas. 11,52 euros
La segunda parte -esta división es arbitraria- selecciona de pronto a un grupo concreto, un conjunto de músicos mendicantes que tratan de ganarse unas monedas en la bulliciosa fiesta y, acto seguido, el narrador fija su mirada en uno de ellos y la fija por lo mismo que una obra destaca entre las demás: por su singularidad; ésta es la razón de que veamos primero al músico desde fuera, desde el ojo del narrador. La tercera parte es el relato de la vida de este hombre contada por él mismo y es la más extensa. Y la más intensa.
Es en esta tercera parte don
de se encuentra el meollo de la historia. En ella descubriremos que el músico ambulante es hijo de un hombre de posición privilegiada cuyos dos hermanos, brillantes y dinámicos, resaltan la principal dificultad de él para adaptarse a la vida: la lentitud. Él no es hombre tonto y posee verdadera sensibilidad, pero es lento y esa lentitud lo aleja del lugar que sus hermanos sí serán capaces de alcanzar en la vida y que su padre espera de todos ellos. Poco a poco, familiar y socialmente, el hombre se va convirtiendo en un marginado, en lo que hoy llamamos un perdedor. Pero he aquí que un día, tras haber odiado las clases de violín, el canto de una muchacha en un patio le conmueve de tal modo que vuelve a su violín; esa canción le conduce a la música y la música a una máxima aspiración estética y vital, sólo que él toca a su aire, no para los demás, sino para sí mismo, para reproducir con su música su ideal y, con ella, su apasionamiento, que tiene su correlato en la pasión que desde ese día lo une a su iluminadora, la muchacha. Y sobre este doble juego descansa la imagen del artista que -como la famosa imagen romántica del ruiseñor embebido en su canto- no necesita a nadie más que a sí mismo, pero tampoco impide que oiga y sienta lo que él hace y siente. Sencillamente, no lo necesita para hacer el arte al que se entrega absolutamente.
Lo que Grillparzer, con indudable sentido romántico, añade a continuación es la relación con la muchacha. Para ella, él es un ser débil e indeciso (y lento) que no le atrae como pareja aunque sí como ser humano; la relación de atracción-rechazo que establece con él está contada con verdadero talento. La música es lo que les une y es así porque el hilo que ella mantiene con él es el entendimiento de lo que él es a través de su pasión por la música. Ella es sensible al ideal de él y es insensible ante su dificultad vital: esta actitud de doble faz no puede sino terminar mal, pero la tensión expresiva que genera es maravillosa. Al final, la lógica de la vida hace que ella quede en tierra como mujer mientras que él asciende al cielo como artista convirtiendo en arte su propia vida, que es el paradigma supremo.
Esta relación es la que logra desarrollar el conflicto dramático. Con ella, la novela alcanza su más alta y compleja calidad. Finalmente, nos encontramos ante una historia bien sencilla de la que sólo se nos cuenta lo estrictamente necesario. Pero, naturalmente, ahí es donde la palabra ha de ser exigida al máximo para obtener la justeza y, desde ella, la claridad que emana de todo lo que es esencial y que, por su misma naturaleza esencial, es paradójicamente más compleja y tiene más caras que lo escondido. Ésa es la virtud del símbolo: que está perfectamente a la vista y que es, a la vez, inagotable.
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