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Tribuna
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Política cultural exterior

En un mundo que se caracteriza por la posibilidad de comunicar desde cualquier punto del planeta a cualquier otro a costes muy bajos, apenas se han visto alterados los servicios exteriores. Pese a que las nuevas tecnologías hayan favorecido una rapidísima internacionalización de las economías, que ha traído consigo una transformación profunda del papel del Estado, que a su vez ha modificado de raíz las relaciones entre ellos, el peso muerto del pasado mantiene en la diplomacia rutinas obsoletas.

En la Unión Europea pretendemos construir una política exterior común, pero sin osar nuevas formas de cooperación diplomática, y cada Estado miembro sigue con una embajada propia, incluso allí donde bastaría con una representación de la Unión. Hemos llegado al mercado único, pero no sirve para que en las televisiones y salas de exhibición el cine europeo alcance una cierta presencia. En cada país compite el cine nacional con el cine de Hollywood -más o menos, según los países, a la cabeza Francia-, pero el cine de un país comunitario, incluso con el mercado único, no se exhibe en el otro: cada vez son menos las películas inglesas, francesas, alemanas, italianas, escandinavas que llegan a nuestras pantallas. En una Europa sin fronteras internas, el cine sigue encerrado en el mercado nacional. Bruselas lucha, más mal que bien, contra los monopolios, pero es incapaz de doblegar el de las distribuidoras estadounidenses.

Signo claro de los tiempos es una especialización creciente que, como es natural, incluye al personal dedicado a las relaciones exteriores. Carece de sentido el diplomático generalista que cabe emplear en cualquier región o en cualquier actividad, heredero de un pasado en que, excepto en unas cuantas potencias que se contaban con los dedos de una mano, las relaciones exteriores pesaban poco. Pero al influir el factor externo cada vez más en la economía, la política y la cultura de los pueblos, más imprescindible resulta la especialización en los servicios exteriores, de modo que de los asuntos comerciales se ocupe un técnico comercial; un militar, de las cuestiones de defensa; de la educación, prensa, turismo, o de los temas laborales, un funcionario de los respectivos ministerios. Únicamente la cultura, la perpetua cenicienta, sigue en muchos países en manos de un diplomático, sin conocimientos específicos de la cultura del país en que actúa -en ocasiones ni siquiera domina la lengua- ni es experto de la cultura que representa. Más grave aún, a menudo no hay la menor relación entre el gasto que implica mantener el puesto y el dinero de que dispone para realizar su labor. Y el colmo del despropósito, con recursos muy escasos se multiplican las instituciones encargadas de difundir la cultura propia en el exterior.

Los Estados, que hace ya mucho tiempo que aprendieron que no podían dejar las variadísimas actividades que ejercen en manos tan sólo de juristas, han tardado en darse cuenta de que entre los muchos especialistas que necesitan están los expertos en política cultural. Claro que no cambiarán mucho las cosas mientras gobiernen los que piensan que la creación cultural, así como su difusión, son asuntos en los que el Estado no debe entrometerse. Posición que conlleva eliminar de raíz la política cultural, tanto de la actividad interna como exterior del Estado, a lo que, comprensiblemente, ni los gobiernos liberales más obcecados se atreven. Lo incoherente en grado sumo es que se mantengan migajas de política cultural con una financiación muy escasa -lo primero que se recorta en los años de las vacas flacas- en manos de un personal no especializado. O el Estado renuncia a hacer política cultural, o si la hace, entonces en serio y con los recursos personales y pecuniarios adecuados.

En política cultural, Francia ha estado en la vanguardia. El general De Gaulle crea el primer Ministerio de Cultura con André Malraux y en política cultural exterior recurre desde muy pronto a especialistas: el consejero cultural de la Embajada de Francia en España suele ser un hispanista. Un modelo digno de imitarse es también el Instituto Goethe, creado hace ya más de cuarenta años como una asociación privada, aunque en buena parte financiada por el Estado, encargada de expandir por el mundo la lengua, como vehículo de la cultura alemana. Los primeros 10 años se caracterizaron por la dura batalla que dio el instituto por librarse del control del Estado. Disponer de especialistas que no son dependientes del gobierno de turno a la hora de planear la política cultural es sin duda la causa del éxito alcanzado. Sin la autonomía, que con un gran esfuerzo ha conquistado, no hubiera sido posible la labor que el Instituto Goethe llevó a cabo en el tardofranquismo. Los demócratas españoles no lo han olvidado. También la República Federal de Alemania dispone de fundaciones políticas, como la Fundación Ebert o la Fundación Adenauer, que le permite hacer una política diferenciada de la gubernamental en los países en los que actúan. No sólo en política cultural, pero sobre todo en política cultural, la eficacia depende de la diversidad de criterios.

A partir de 1990, en base a la ley que promocionó De Michelis, los directores de los 10 institutos de cultura italiana de mayor relevancia debían ser elegidos entre intelectuales de 'clara fama'. Es sin duda la solución ideal. El mejor representante de la cultura de un país es aquel que ha adquirido un nombre como creador cultural. Al incorporar Silvio Berlusconi la cartera de exteriores a sus funciones de primer ministro, estaba programado el choque con los directores de los institutos de cultura italianos. La amenaza de destituir al director en Londres, Mario Fortunato, no se sabe si por izquierdista o por homosexual, ocupó a la prensa inglesa en los meses de febrero y marzo. Colin Firth escribió en el Observer que 'la idea de un Instituto de Cultura bajo la supervisión de Berlusconi es casi una contradicción', como decía Pío Baroja que era la cabecera del periódico El pensamiento navarro. El enorme retroceso en la política cultural italiana queda de manifiesto en una entrevista de Mario Baccini, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargado de la promoción de la cultura italiana en el mundo, que publicó Il Mattino el 7 de marzo del 2002, en la que afirma que la nueva tarea de los institutos de cultura italianos consiste en 'difundir todo lo bueno y bello que se produzca en Italia'. O, dicho de otra manera, hay que impedir que salga al exterior cualquier manifestación crítica, que es, justamente, lo que suele ofrecer la cultura viva de un país, en buena parte demoledora del mundo del que emerge.

En una entrevista reciente que publica la revista alemana Kultur Austausch, preguntado

por las causas de que en este último tiempo haya aumentado tanto el número de Institutos Cervantes, el director general de Relaciones Culturales, don Jesús Silva, contesta que 'durante los últimos años, España ha invertido mucho en política cultural exterior. El Instituto Cervantes, no obstante, es sólo una institución más de las muchas que dependen del Departamento de Cultura del Ministerio de Asuntos Exteriores, dedicado a poner en práctica esta política'.

Si el Instituto Cervantes es una institución más, entre otras muchas y, por tanto, no concentra los escasos recursos disponibles para la expansión de nuestra cultura en el extranjero, siendo además un simple negociado de Exteriores, queda, en rigor, degradado a la gestión de meras academias de idiomas, y habrá que preguntarse por qué el Estado habría de financiar un servicio que ya cumplen multitud de instituciones privadas en España y fuera de España. Si no logra una cierta exclusividad en la proyección de la cultura española allende nuestras fronteras -la enseñanza del idioma es sólo el vehículo-, ni, sobre todo, alcanza una autonomía digna, sin la que no hay política cultural que valga, el Instituto Cervantes tiene un futuro bien triste. Al final será dinero tirado el que se gaste en una política cultural exterior que no esté en manos de expertos que gocen de la necesaria autonomía.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.

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