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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tarifa, 1º de agosto

Trece cadáveres sin identidad desparramados por una playa gaditana son un recordatorio demasiado brutal para un país en vacaciones de la aberración en que aceleradamente ha ido transformándose la inmigración ilegal en España. Especialmente la que arriesga la vida cruzando el Estrecho desde África en seudoembarcaciones al mando del negrero de turno. Ayer se nos recordaba que alrededor de 4.000 personas, la mayoría sin nombre, han perdido la vida o desaparecido desde 1997 en el estrecho de Gibraltar y en las aguas atlánticas entre África y las Canarias cuando intentaban, desde su mundo miserable y violento, el asalto a la fortaleza de la prosperidad europea, una de cuyas puertas es España. Sólo en el año pasado, otros 18.000 inmigrantes ilegales fueron interceptados cuando intentaban entrar por mar en nuestro país.

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La tragedia de Tarifa, probablemente el mayor tributo cobrado de una sola vez por el Estrecho, es un aldabonazo concluyente sobre la necesidad de poner coto por todos los medios a este comercio humano, multiplicado exponencialmente al abrigo de la corrupción de algunos Gobiernos y la indolencia de otros. Porque nadie de buena fe puede acusar a quienes, a veces llegados en viajes interminables desde el corazón de África, pagan lo que no tienen para subirse a una patera en Marruecos y jugarse la vida en busca de una esperanza. Las primeras hipótesis sobre las muertes de ayer -han sido encontrados 13 cadáveres, pero podría haber más- sugieren que los inmigrantes fueron obligados a echarse al agua antes de tocar tierra, para permitir que el pirata al timón regresara a su base sin mayores riesgos.

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La inmigración clandestina es un gran negocio para las redes mafiosas que la organizan hasta su destino final. Su volumen en los últimos años ha disparado las alarmas en la Unión Europea -un imán para medio mundo dada la descoordinación de sus controles- y forzado el adelantamiento de sus planes para encauzar globalmente un fenómeno que puede acabar alterando los mismos cimientos de la convivencia entre sus miembros.

Para evitar desenlaces como el de Tarifa, que nos avergüenzan a todos, es urgente que el Gobierno de Marruecos, con la cooperación española, multiplique sus esfuerzos para frenar la avalancha incontrolada que llega a Andalucía o Canarias, o pretende hacerlo, desde sus más que complacientes costas. Rabat y Madrid, pese a la seriedad de sus desencuentros, deben considerar una prioridad absoluta llegar a acuerdos firmes sobre inmigración. Sería una labor política mucho más decente que encargar encuestas, como la última del CIS, con preguntas capciosas sobre la presunta relación entre inmigración y delincuencia.

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