Habitación con vistas
Andaba el otro día por la calle, absorto en un cálculo por ver si mis alpargatas aguantarían un verano más, cuando vi venir en sentido opuesto a Alex Walker, antropólogo urbano. Después de saludarnos afectuosamente y de preguntarnos por las respectivas parentelas, como corresponde a un antropólogo y a un indígena, le señalé un sobre, de tamaño folio, que llevaba bajo el brazo: '¿Qué es eso que llevas?', pregunté cual pérfido lobo ante caperucita. '¿Esto?', me respondió levantando el sobre como quien espanta una mosca, 'Ah, nada, un informe sobre Barcelona para la ONU'. Sentí una ligera punzada en mis colmillos y pasándole amistosamente el brazo por la espalda, le invité a tomar un café y a charlar sobre algunas curiosidades parentales de la comarca del Priorat. Hay que explicar que Alex mide exactamente dos metros, así que, agarrado como lo tenía, mis alpargatas sobrevolaron la calle hasta que tomamos asiento. Para entonces mi demanda fue directa. 'Enséñame el informe. Después ya te explicaré lo que significan los fills de cosins, sobre todo en el ámbito rural'. El amigo Walker, con británica condescendencia, me hizo saber que pasaba de mis primos del pueblo, pero que no tenía ningún inconveniente en relatarme el contenido del report.
El alquiler de un balcón en Barcelona cuesta 60 euros y se usa para dormir a la intemperie, pero sin riesgos
El UN Habitat es el organismo de las Naciones Unidas dedicado al urbanismo y la vivienda; cada dos años publica un informe sobre el estado de la cuestión y para la edición del próximo año Barcelona es una de las 35 ciudades estudiadas. Alex Walker, que es un barcelonés de paciencia infinita, ha sido el encargado, con la colaboración de Bernardo Porraz, de redactar un apresurado diagnóstico de la ciudad. '¿Barcelona, va bien?', le pregunto. 'Según con quién la compares', se escuda con coquetería. Desde luego el enunciado de mi pregunta no es muy afortunado, pero pactamos y me cuenta que la ciudad va desarrollando sus planes urbanísticos con suficiente eficacia como para ir tirando, pero que los problemas concretoss son constantes, sobre todo a causa de las necesidades de una inmigración que no encuentra facilidades para su acomodo. Para información de recién llegados, en Barcelona el alquiler de un balcón cuesta unos 60 euros al mes. El balcón no se alquila para ver la boda de una infanta o para saludar el próximo advenimiento de la república; el balcón se alquila para vivir, para dormir a la intemperie, junto a cuatro cactus, pero sin los riesgos de recibir el punterazo de algún cabrón autóctono. También existen locales, sin cédula de habitabilidad, donde conviven 30 o 40 personas con estrecheces y carencias. Las pensiones ilegales son el barraquismo invisible de esta inmigración del nuevo siglo. El negocio llega hasta el punto de las 'camas calientes', o sea, la ocupación consecutiva de un mismo catre por diversos arrendatarios.
Hace unos años, en las primeras décadas del siglo XX, los inmigrantes plantaban barracas en las laderas de Montjuïc, donde Juli Vallmitjana situaba sus dramas de xavas y navajas, con gitanos catalanes que decían cosas como avui he escarbat un núvol, para referirse a que habían robado una sábana. Otras inmigraciones se instalaron en la playa, en La Perona o en Can Tunis, hasta llegar a su punto culminante en los felices sesenta y los setenta de la pretransición.
Alex también me habla de unos campamentos gitanos en algún solar del Poblenou. Habrá que ir a saludar. La conversación nos lleva a su tesis doctoral sobre barriadas autoconstruidas de la ciudad de México. El DF (o el Defiéndete como lo llaman los meros meros) es una de las macrociudades del mundo y presenta todo el abanico posible de problemas que una aglomeración urbana puede generar. En este tipo de ciudades existe lo que se denomina 'barrios paracaidistas': de un día para otro aparece una cantidad de gente suficiente como para empezar a construir un nuevo barrio, a autoconstruir para ser exactos, algo mucho más caro que si se edificara de una manera planificada y legal, entre comillas. Será que ser pobre cuesta un dinero. Pero el modo de vida más cruel que se encuentra en la capital mexicana es el de los niños de la coladera. Críos abandonados, sin familia, que viven en las cloacas de la ciudad, la coladera, en mexicano; aunque bien pudieran llamarles así por la cola que esnifan, la cola o lo que agarran para olvidar la realidad. En un documental tremendo del periodista belga Dirk Vandersypen, aparecía un grupo de chavitos de la coladera mostrando sus virgensitas y sus dificultades, a uno le preguntaron cuál era su sueño en esta vida: 'Que lleguen ahorita los extraterrestres y me lleven a Marte', respondió con una sonrisa de oreja a oreja. A veces las cosas se ponen muy difíciles en la Tierra. Y la vivienda es una de ellas.
Volvemos a Barcelona. Aquí, las barracas de madera y uralita, o de tocho o cartón o de lo que fuera, ya han desaparecido, o casi. El urbanismo se propaga, pero esconde nidos olvidados, pozos negros y balcones unifamiliares. Seguramente si escarbamos a orillas del Besòs, todavía encontraremos alguna vivienda precaria, o si subimos a Torre Baró con algún colaborador de Cáritas, tendremos que ayudar a apuntalar alguna pared ficticia. Desde luego, habría que hacerle un monumento a la uralita, un monumento en memoria de todos los que bajo ella han sufrido y sufren. Las ciudades nunca se resuelven, siempre tienen un bienestar pendiente, un censo por terminar, un accidente que atender. Pero es que además, cada día se lanzan nuevos paracaidistas desde el aire. Flamantes ciudadanos a los que habrá que ir a saludar.
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