Anne Sophie von Otter supera la prueba de 'Carmen'
Anne Sophie von Otter llevaba años empeñada en ser Carmen y lo ha conseguido. Probablemente estaría ya preocupada, porque la edad no perdona y, rondando la cincuentena, podía pensar en una heroína todavía de buen ver y con recursos suficientes para llevarse de calle al bobo de don José.
La mezzo sueca ha ido más lejos, ha pensado el personaje, sí, desde la madurez -que en el escenario no aparenta en absoluto, pelirroja y esbelta, como una española más de hoy que de siempre-, pero también desde una sensualidad que se impone en la voz y en las maneras. Su cigarrera no grita jamás, se desgarra más por dentro que por fuera -a pesar de que el director de escena le hace hacer un poco el ridículo en el cuartelillo, en el primer acto-, pero se deja llevar por el peso de la pasión instantánea.
Los jadeos, los murmullos de la Von Otter en la taberna de Lilas Pastia ponen la piel de gallina y ella sabe, seguramente, que ahí es donde quería llegar. Hay limitaciones, claro, pero se salvan por el concepto, que es del todo pertinente, pues habrá otras cármenes, pero ésta también vale. La voz, de un volumen más bien pequeño, crece por la belleza del timbre, pero también porque la interiorización del personaje le pide cantar también para ella misma.
Con una dirección más centrada en los actores que en la mera escenografía de lo que ha sido la de David McVicar, la expresión se desarrollará, con toda seguridad, todavía más.
Junto a la nueva Carmen, el don José mejor de voz que de prestancia de Marccus Haddok, la buena Micaela -un poquito cursi- de Lisa Milnes y el algo ligero Escamillo de Laurent Naouri completaron un reparto con un nombre a seguir: Christine Rice, una Mercedes que sacó petróleo de tan cortito papel. La escenografía de David McVicar parte de un primer acto un tanto opresivo -cuartel y fábrica de tabacos separados por una verja- para cerrarse inteligentemente en la calle, junto a la plaza de toros en tarde nada luminosa y con el golpe de efecto de la sangre de Carmen sobre el muro. Muy buena idea la de los golfillos antimilitaristas y propio de la cutrez ambiental el baile en la taberna.
Lo mejor de los figurines, un poco de su padre y de su madre y que remitían al París de fines del XIX, los trajes de torear importados de la sastrería madrileña de Justo Algaba. Bien por el asesor taurino. Las banderitas rojo y gualda en manos de la multitud enfervorizada por Escamillo y su cuadrilla y una morcillita a cuenta de Gibraltar fueron, y se agradece, los únicos datos de ese españolismo de la peor especie que suele suscitar la ópera de Bizet.
El otro gran triunfador de la noche, con la mezzo sueca, fue el joven director de orquesta Philippe Jordan. El hijo de Armin Jordan es un maestro de los pies a la cabeza y pide paso con urgencia. Su trabajo con una Filarmónica de Londres absolutamente entregada fue de cortar el aliento. Francés, muy francés -aunque suizo de nacimiento-, poniendo a Bizet en su sitio estilístico, sin añadir ni un gramo de demagogia a los momentos más populares de la partitura, acompañando a los cantantes con un cuidado más propio de un veterano que de una promesa, bordó los entreactos. Aquí hay un director para muchos años.
Glyndebourne se entregó a su nueva Carmen y a sus artífices escénicos y musicales. La ovación final fue de las que hacía muchos años que no se escuchaban en el precioso teatro de las colinas de East Sussex, abarrotado, como siempre.
A Anne Sophie von Otter se le esperaba con ganas y trabajaba, sin duda, a favor de obra: buena cantante, guapa, encantadora de verdad, en la línea de las que se han hecho dueñas de la casa, de Janet Baker a Felicity Lott.
A David McVicar había que perdonarle su La Bohème de hace un par de años con la Glyndebourne Touring Opera, y quedó redimido. Cuando la Carmen sueca sacó a saludar a Phillipe Jordan, el muy exclusivo público de Glyndebourne se soltó el pelo y marcaba con los pies el compás de los aplausos. Ya nadie se acordaba de que el tabaco puede ser perjudicial para la salud.
Ópera y merienda
El Festival de Glyndebourne es uno de esos sitios al que ningún aficionado a la ópera querría dejar de ir antes de morir. Y no sólo para escuchar buenas voces en su escenario recién renovado. La otra atracción inevitable es poder merendar, durante el gran intermedio de que se dispone siempre en cada representación, en las propiedades que rodean al teatro, propiedad de la familia Christie, los fundadores del evento en 1934 y todavía hoy anfitriones en tercera generación. El sonido de las voces y de la orquesta es entonces el de las esquilas de las ovejas y el de los corchos de las botellas de champán. El festival tiene su lado más democrático: la Glyndebourne Touring Opera, que recorre el país fuera de la temporada, y las becas a jóvenes talentos. Es fácil distinguir en la estación Victoria a los que van a Glyndebourne: esmoquin ellos, traje largo ellas, paraguas y la cesta de la merienda.
Babelia
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