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Tribuna
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El alcance de la mirada

El islote que ha provocado la plasmación del último desencuentro entre Marruecos y España no sale en la mayoría de los mapas. Según desde donde lo mire, la gente le da un nombre y, de ese modo, lo incorpora a su particular paisaje, sin plantearse, según se ha visto, que pudiera ser del otro. Para algunos eruditos es un espacio mítico: el asiento de una de las columnas de Hércules, denominación clásica del Estrecho de Gibraltar; para otros se llama Leyla; para otros Perejil, con dudas acerca de la posibilidad de que fuera más correcto el topónimo de Pere Gil. Ese es el problema. La incapacidad de encontrar un lenguaje común o, lo que es parecido, la dificultad de reconocerse en una realidad compartida.

Sin embargo esa dificultad se ha visto acentuada desde la versión oficial de los últimos acontecimientos que concentra, sin duda, la máxima capacidad para difundirlos porque incluso las discrepancias se basan en ella. Sin embargo esa no es la única versión de una historia que admite otras consideraciones y puntos de vista. La relación entre España y Marruecos tiene una historia larga y agitada en la que situaciones muy recientes, posteriores a 1956 e, incluso, a 1975, configuran el marco actual. En esa relación no se han producido sólo operaciones de tipo militar, conflictos de fronteras, limitaciones en la explotación del mar o transacciones económicas, sino que también se han desarrollado vías de encuentro tan importantes, si no más, que las anteriores, al menos desde la perspectiva de la necesaria búsqueda del lenguaje común antes aludido. Se trata de programas de índole cultural, festivales artísticos, plataformas a favor de la igualdad entre hombres y mujeres, proyectos educativos, arqueológicos, ecológicos, urbanísticos, generalmente de un alcance presupuestario limitado, que, tras demasiado tiempo sin apoyo oficial, gozan en estos momentos de la aceptación de ambas partes. Los institutos de Bachillerato en ciudades marroquíes no tienen bastantes plazas para responder a la demanda que existe. Los institutos Cervantes han tenido directores y directoras que han hecho una labor muy apreciable, la Junta de Andalucía ha promovido estudios y restauraciones bien acogidos en el norte de Marruecos, la Agencia Española de Cooperación Internacional ha favorecido determinados proyectos de índole cultural a instancias de algunas universidades. Son otros tantos islotes oficialmente invisibles, innominados aunque compartidos, en los que reside, sin embargo, el núcleo social que puede superar el antagonismo heredado, puesto de manifiesto, de nuevo, a partir del 11 de julio, fecha que impone un lamentable retroceso a sus iniciativas.

El haber exacerbado el espíritu nacionalista elevando a la categoría de conflicto territorial la ocupación del islote ha abierto no sólo en Marruecos -consciente de su estrategia- sino también en los círculos reaccionarios de España -que existen- la caja de los truenos. El fantasma de una Europa cerrada por los Pirineos y del mando en plaza en el área rifeña, recuerda ese concepto autárquico y providencialista de una España destinada a preservar valores eternos contra, nunca mejor dicho, viento y marea, que todos debemos esforzarnos en archivar.

Paseando hace un par de años por Arcila vi un pequeño busto de la Dama de Elche en el escaparate de una tienda de antigüedades. El comerciante me dijo que era una diosa egipcia porque, por supuesto, ignoraba el significado que había dado a esta imagen el régimen de Franco al urdir un origen común para iberos y bereberes, legitimación aberrante de la hispanidad de ambos. ¿Podría alguien imaginar que un jefe de cábila rifeña hubiera profesado devoción a esa imagen equiparable a la de los ilicitanos? La estatuilla de escayola debía proceder de la casa de algún funcionario español que, al abandonar Marruecos, abandonó el símbolo más estético del imperialismo franquista, puesto a la venta por un precio a convenir al cabo de apenas dos generaciones. El agradable paseo que me sumió en esta reflexión histórica tuvo lugar en el curso de un periodo de excavaciones arqueológicas en Lixus, trabajando por primera vez en la historia en equipo con colegas de Tánger, Larache, Oudja, Rabat... en el que tuve ocasión de escuchar los recuerdos de la época del protectorado, de cruzarme con niñas con delantales blancos que empezaban el curso en la escuela española, de ver al cooperante español en su consulta para el control de natalidad, con las campesinas haciendo cola, de notar el orgullo de los peones que habían trabajado en la autopista con Dragados y Construcciones, de oír los gritos de júbilo de los hinchas del Real Madrid ante la televisión de la taberna del puerto, así como de advertir el tajante 'reservado el derecho de admisión' en las Casas de España de Tetuán y Larache, reducto desvirtuado de la época de los regulares.

Lixus, objetivo de mi trabajo, fue una fundación fenicia del siglo VIII antes de Cristo. Tradicionalmente se le asignaba un carácter subsidiario en relación a Cádiz por el hecho de estar en la vertiente africana del Estrecho. Nuestro trabajo ha demostrado el paralelismo de la historia de ambas orillas, cuyo desarrollo discurrió integradamente al instaurarse las sociedades complejas. No se trata de buscar la palabra oracular del pasado, tal y como decía Nietzsche, sino de reconocer que lejos de los gestos patrióticos, a veces tan efímeros, la vía de la cultura y de la palabra, que cuenta con pocos valedores, tiene mucho que hacer en nuestros encuentros con Marruecos.

Carmen Aranegui Gascó es catedrática de Arqueología de la Universidad de Valencia.

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