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Columna
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Mejor quedarse

Veo en primer plano un mar verde de árboles y hojarasca agitado por el viento impetuoso. Cuatro de la tarde, cielo bruscamente oscurecido. Al fondo, desdibujados por la que cae, edificios de alguna ciudad al norte. (Siempre al norte y más allá del Edén. Paisaje urbano.) Nunca julio fue tan feraz, tan hosco por esta latitud. Toda la escena queda violentamente fijada por el hielo que cae sobre la ciudad. Graniza. Paisaje bello aunque ingrato. Calles velozmente recorridas por peatones en tardes diáfanas o densas por efecto del humo del día; bares en los que entra un hombre mientras el sol del mediodía cae demoledor; una gasolinera; coches en un semáforo; un desguace o una escombrera con vistas; edificios con carácter. ¿Somos capaces de apreciar imágenes como éstas? ¿Tenemos educados los sentidos para percibir las escenas fugaces y contingentes de la urbe? (Como lo ve y lo plasma plásticamente, por hacerme eco de una propuesta extraordinaria que estos días podemos visitar en el Guggenheim, como lo ve, decía, Wim Wenders en sus Imágenes de la superficie de la Tierra, ensayo para su París, Texas, 1984, y posteriores.)

Seguramente, no. No somos capaces de apreciarlo ni tan siquiera por parte de los que nos 'quedamos'. Tanto menos por quienes 'se van' (la mayoría en cuanto asoma un rayo de sol). Lo de quedarse -quedarse a vivir, a disfrutar de la ciudad que nos es secuestrada el resto del año: trabajo y prisas- empieza a ser algo peculiar en este mes de julio de principios del XXI (y lo será aún más en agosto). ¿Quedarse? ¡Horror! Estar en los escenarios de nuestra humillación cotidiana, en aquellos espacios que son fuente de nuestras frustraciones. ¡No, por dios!. Mejor irse, ir lejos y hacerse la ilusión de vivir otra vida paralela.

¿Bueno para la salud mental? Pudiera. Pero uno quisiera que aparecieran ya esos siquiatras sensatos -ajenos a las agencias de viaje- que nos hablaran de que las raíces de nuestra cultura están en la ciudad (frustrante en ocasiones, pero liberadora en general), que el nido que el simio humanoide decidió hacer para pasar las noches fue adquiriendo perfiles de urbe, que la naturaleza humanizada, civilizada, es la ciudad, y que el campo, el mar no son sino prolongaciones para el ocio y la distracción de la ciudad misma (y no su contrapunto).

Mientras tanto, nos comportamos como un termitero, un hormiguero con pretensiones. Usted, yo mismo, todos nos movemos por estímulos -¿químicos?, quizá- que la comunidad va segregando al albur de las estaciones. ¿Que es invierno?, preparémonos para ir de compras (modelo 'navideño u hogareño') o dispongamos de un equipo para ir a esquiar (modelo 'aventura'). Y, antes que el invierno -según este ranking colectivista de tropel, turba y multitud-, viene el verano. En el verano, el hombre-hormiga se despliega con voracidad. Pantalón corto con canillas al aire para caballeros; vestidos transparentes y horteras en el caso de las señoras (horteras también para los caballeros, no vayan ustedes a creer que algo nos salva a los de mi género). Y salir, irse, siempre marchar a otro lado -con vistas al mar si es posible-. Lo mismo da dónde se vaya, lo que cuenta es irse. Cuando lo que corresponde es quedarse (uno persevera en su campaña contra los tour operator).

Usted o yo, poco dados a dejarnos llevar por los usos estacionales (y la química o la física colectivista) debiéramos aprender a tomar lo que hay en nuestro entorno urbano (que se prolonga, sólo se prolonga, hasta la playa; debiéramos saberlo), y disfrutar de él. ¿Qué somos sospechosos de individualismo, que disfrutamos de que cada fin de semana la ciudad quede libre para nosotros, sin tráfico y con locales abiertos (agosto será nuestra cruz), que no nos guste pasear por los paseos acostumbrados (parque de Doña Casilda, la Concha o el camino de Armentia)? Importa poco. Importa que comencemos a adentrarnos en los usos que puedan hacernos más felices (entre los que cuenta un cierto grado de autosatisfacción).

Mejor quedarse y cambiar los hábitos del veraneo (mientras se adopta la estética contingente de Wim Wenders). Se lo dice alguien que ha probado un poco de todo.

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