De Comendadoras
El aspecto que ofrece la plaza de las Comendadoras resulta desolador. Una especie de agresión para los sentidos. Urinario público de toda una horda de botelloneros de noche y de mendigos a tiempo completo, cada uno de sus rincones desprende un hedor que supone que la salida de casa para comprar el periódico o el audaz intento de tomar algo en una terraza se conviertan en empresas sofocantes, mareantes.
Vertedero de los arriba citados, estimados conciudadanos, y de todos los demás visitantes ocasionales, entristece la visión mugrienta, absolutamente abandonada, plagada de botellas rotas y bolsas de plástico multicolores. Espacio de magnífica acústica para la vocinglería que antecede y sigue a las vomitonas, quizá quede algo más de una hora diaria, ya al amanecer, en que sea posible conciliar el sueño con las ventanas abiertas.
El Ayuntamiento, ni está ni se le espera. Dejando a un lado la patética campaña de Plazas Vivas, absolutamente inenarrable, su falta de presencia, su magnífica desatención, son poverbiales en este caso de un lugar hermoso, patrimonio de todos los madrileños, más de los que aman el centro de esta ciudad.
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