Un plan tras otro
Se está convirtiendo en una tradición que cada vez que un líder árabe se entrevista con el presidente Bush salga esperanzado sobre una posible solución del conflicto palestino-israelí. Y que cuando le toca su turno -y le toca muy frecuentemente- al primer ministro Ariel Sharon las conclusiones sean tan diametralmente distintas que nada significativo pueda venir a alterar la conocida ecuación de estancamiento diplomático y derramamiento de sangre sobre el terreno.
Esa fórmula se ha repetido estos días con la visita conjunta a Washington de los ministros de Asuntos Exteriores de Arabia Saudí, Jordania y Egipto, y sus reuniones con el secretario de Estado, Colin Powell, y con el propio titular de la Casa Blanca. Un cierto optimismo, buenas palabras sin duda y, sobre todo, un propósito por ambas partes de ver lo positivo de lo que dice el otro, ignorando lo que convenga, explican hoy que tanta preparación haya producido, hasta la fecha, tan magro resultado. Después de casi dos años de Intifada, israelíes y palestinos intentan desde hace días, y a través de intermediarios, acordar algún modesto plan escalonado que mitigue la catástrofe, que además de sangre se cobra un precio terrible en las miserables condiciones de vida de casi un millón de personas en Cisjordania y Gaza.
La última propuesta de los tres citados Estados, reputados de moderados, no carece de mérito. El presidente Bush había esbozado el pasado 24 de junio un plan para la creación de una Palestina independiente en un plazo mínimo de tres años, pero con una grave posdata: Yasir Arafat debía retirarse a unos cuarteles eternamente de invierno, una condición irritante para la Unión Europea, que la considera una imposición llamada a complicar las cosas, e intolerable para la opinión palestina. Pero ahora llegan los emisarios árabes proponiendo que el equipo de Arafat se mantenga en el poder hasta que un congreso palestino, presumiblemente designado a dedo, redacte una nueva Constitución muy de corte parlamentario y que haría de la presidencia un cargo básicamente ceremonial. Algo muy parecido al propio Estado de Israel. Washington no ha puesto del todo mala cara, y Jerusalén, aun sin comprometerse demasiado, afirma que mientras Arafat tenga sólo un papel decorativo la idea merece explorarse.
Todo ello, aun si contara en su día con la resignada aceptación del propio rais palestino -que por el momento anuncia que será candidato en las próximas elecciones-, aparece sujeto a innumerables cauciones. La primera es que cesen los atentados suicidas, que en la última semana han causado la muerte a 11civiles israelíes, y la segunda, que Israel retire sus tropas de la Palestina ocupada. La posición de Sharon es que lo primero es lo primero, y que de lo segundo ya veremos después; y la árabe, que los movimientos han de ser paralelos, para que un progreso fecunde al otro. En medio de los eternos antagonismos doctrinales, el propósito israelí de deportar a familiares de los terroristas suicidas, una medida que, de concretarse, violaría flagrantemente el imperio de la ley y la Convención de Ginebra, amenaza con reducir a escombros cualquier esperanza. Hamás ya ha anunciado que, si se lleva a cabo, responderá sembrando de mártires propios y cadáveres ajenos cualquier lugar de Israel que pueda alcanzar su fanatismo.
Los ministros saudí, egipcio y jordano se han manifestado muy alentados por la disposición de Bush y su supuesta receptividad a las iniciativas. Pero lo deseable para encarrilar de una vez la convivencia en Oriente Próximo sería que árabes y judíos no salieran casi igual de satisfechos de tanta reunión en Washington. Que las palabras finalmente desembocaran, por ambas partes, en dolorosas concesiones reales. Arafat reducido a florero político podría ser una de ellas, pero falta ver en qué cederá Sharon, si es que cede en algo. Ese día, cuando comiencen las caras largas, quizá se abra el camino de la paz en Palestina.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.