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Columna
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Causalmente

Trato de imaginar cómo sería el tráfico en las carreteras británicas en 1941. Y veo mentalmente lo nunca visto en la realidad de nuestros días: una ridícula densidad de vehículos, circulando a velocidades de risa como las que hoy pueden alcanzar, por ejemplo, las bicicletas. Y si he elegido ese lugar y esa fecha es porque en el año 1941 murió la escritora inglesa Virginia Woolf, la misma que, entre otras reflexiones 'anticipadas', nos dejó ésta: 'la vida no tiene sentido a partir del momento en que un borracho puede ponerse al volante de un coche'.

'Abril es el mes más cruel', dice también en inglés, T. S. Eliot al comienzo de su poema Tierra baldía. Pero para el tráfico el mes más cruel siempre es julio; que las muertes en la carretera, nos lo recordaba el otro día el Director General de Tráfico, 'nunca bajan en este mes de 400'. Mañana sabremos cuantas personas se han quedado este fin de semana, las sumaremos a las 43 del pasado y al otro tanto del anterior, y así seguiremos cumpliendo la macabra media que nos coloca a la cabeza de los países de la Unión Europea-sólo superados por Grecia y Portugal- en número de accidentes mortales.

Hay gente a quien la lógica estadística no le alivia el miedo a volar. Hay gente que tiene, con razón, otros miedos más próximos y respetables. Yo, que esperaba ansiosa a cumplir la mayoría de edad básicamente para sacarme el carné de conducir, a la carretera le estoy cogiendo pánico. En ningún otro lugar se me representa con mayor claridad la fragilidad de los fundamentos de la vida: los hilos de los que pende; la desconcertante, humillante, pequeñez en la que cabe entera; la extrema, monstruosa, brevedad del instante que nos separa del otro lado. 'Mañana y mañana y mañana -dice también en inglés Macbeth- avanza a ese corto paso, de día a día, hasta la última sílaba del tiempo prescrito'.

Morir es una sílaba. Y en ningún sitio lo entiendo mejor que metida en un coche. Pero Macbeth añade: 'La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada'. Y lo reproduzco aquí porque es también, desde el interior de un coche, como mejor veo representadas la irracionalidad y la agresividad y hasta la estupidez humanas. Y que un coche es un arma de matar que, por estrictas razones económicas, nuestro sistema coloca demasiadas veces en manos de descerebrados o de bestias 'llenos de ruido y furia'.

Vivir, por lo tanto, es una chamba, un azar, una suerte cuando vas por la carretera. Porque casualmente alguien se puede distraer, por cualquier motivo: porque ha bebido o está hablando por teléfono o discutiendo con el de atrás, mirando hacia atrás. Porque a alguien se le puede ir el volante por exceso de velocidad o confianza. Porque alguien intenta una maniobra que no sabe hacer; y es que es muy posible que ese que se te viene de frente, o el que te acosa por detrás a dos milímetros, tengan en el bolsillo un carné sacado hace un mes y, sin embargo, en la punta del pie el acelerador de un bólido o de un tanque.

Dicen que conduciendo se conoce a la gente. Que el volante te delata, revela tu verdadera naturaleza. No lo sé. Lo único que puedo decir con seguridad es que el coche despierta en mí la rebeldía y la dureza; una forma de intransigencia social y de radicalismo político. En fin, que se me ponen de punta las exigencias que dirijo a quienes nos gobiernan. Basta ya de tonterías, de servilismos de mercado. Que implanten de una vez medidas que acaben con la plaga: la educación vial obligatoria; y sanciones auténticamente disuasorias; y carnés de conducir por fases, que condicionan la cilindrada a la experiencia del piloto. Que multipliquen los controles de alcoholemia -hoy pueden recorrerse en este país 1.000 Kilómetros sin toparse con uno-. Que asuman que más de 3.000 muertos anuales convierten al tráfico en el primer problema de inseguridad ciudadana, y que obren en consecuencia.

Que respeten nuestro fundamental derecho a vivir no casual, sino causalmente. Por lo menos.

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