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Columna
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Lisiados

El otro día me paré a espiarle. Se suele poner en un cruce de la Castellana y es uno de esos muchachos lisiados que arrastran su cuerpo en los semáforos para pedir dinero a los automovilistas. Al igual que muchos madrileños, desde hace unos meses venía observando la extraña proliferación de chicos con aparentes problemas de motricidad en las principales calles de la ciudad. Son chavales que parecen sufrir terribles deficiencias congénitas capaces de estremecer al observador más templado.

Al confirmar que en su mayoría eran de origen rumano, me tomé la molestia de preguntar a expertos sanitarios si existe algún tipo de enfermedad o epidemia que afecte específicamente a los miembros de esa nacionalidad. Pensé también que tal vez pudieran ser víctimas de una alimentación incorrecta o la desatención médica propia de quienes llevan una vida errante.

No hubo forma, nadie supo darme cuenta de ningún mal que provoque tales daños y al que sean particularmente vulnerables. Algo similar me sucedió hace un par de años cuando advertí que la inmensa mayoría de las mujeres rumanas que mendigaban en los cruces mostraban una notoria cojera. Por aquella época pregunté incluso en la Organización Mundial de la Salud sobre los motivos de tan peculiar fenómeno y tampoco entonces supieron decirme nada sobre el particular.

A pesar de ello me resistía a sospechar que todas aquellas minusvalías fueran fingidas y llegué incluso a pensar en algún posible rito o tradición machista que deformara deliberadamente los pies de las mujeres para limitar su movilidad. Es evidente que la ingenuidad no tiene cabida entre la miseria. No hay ninguna enfermedad, ni costumbre ancestral alguna, ni nada de nada. Todo es falso. Las mujeres rumanas son capaces de andar con absoluta normalidad y si sus miembros inferiores renquean es porque ellas les hacen renquear. En esa Escuela de Pensamiento donde cursan obligadamente estudios de astucia los que nacen en la indigencia hay una cátedra dedicada a la farsa. Sus eruditos siguen manteniendo que es mucho mas fácil suscitar la compasión presentando una desgracia física que una anatomía sin tara alguna. Esto ocurría ya antes de Jesucristo, pero sorprende que los métodos para suscitar la conmiseración hayan avanzado tan poco en dos mil años y que tan burdo embuste siga dándoles buenos resultados.

Un taxista me comentaba con sorna la escena que había presenciado la semana pasada en un semáforo de Diego de León. Agachado, con los brazos colgando y las piernas encogidas, un joven de unos 20 años extendía su mano derecha retorcida a todos los conductores que esperaban para reemprender la marcha. Pasando de ventanilla en ventanilla parecía un auténtico Quasimodo recién descendido del campanario de Notre Dâme. Mi amigo el del taxi aguardaba cliente en una parada próxima sin otra cosa mejor que hacer que observar al presunto deforme. Acababa de completar con éxito la recaudación del último ciclo de semáforo cuando pasó por la calzada contraria un autobús que llamó poderosamente su atención. Miró el reloj y al ver que se le hacía tarde obró un milagro del que fueron testigos todos los viandantes. En fracciones de segundos, aquella anatomía desencajada, aquel amasijo de carne y huesos carente de concierto y armonía se transformó en un cuerpo atlético capaz de iniciar una espectacular carrera hasta alcanzar el autobús.

Por eficientes que puedan resultar los vehículos de la EMT, no parece probable que su poder de atracción llegue al extremo de desencadenar tal prodigio. El relato del taxista fue el que me indujo a vigilar los movimientos del muchacho de la Castellana. Tuve que aguantar un buen rato para descubrir algo pero al final, cansado de forzar sus pies caminando con ellos hacia adentro, los puso en paralelo y el ademán le delató. Ese chico andaba perfectamente. Una mañana gélida de invierno pregunté a un tullido que mendigaba en la Gran Vía con el torso desnudo si era necesario que pasara frío. 'La gente tiene que saber que mi desgracia es real', me dijo, 'yo no trabajo porque no puedo', añadió, 'y han de ver los muñones y la joroba porque son mi única arma frente a los farsantes'. En el mundo de la miseria, la competencia es bastante más cruel.

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