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Se buscan economistas mancos

Hace algunas semanas, los estrategas políticos del Partido Republicano desvelaron por accidente sus planes confidenciales para ganar las elecciones al Congreso el próximo noviembre. Un interno de la Casa Blanca perdió en un descuido un CD-ROM con la copia de la presentación PowerPoint que Karl Rove, el guru electoral de Bush, había expuesto ante un grupo de activistas californianos en el hotel Hay Adams de Washington. El documento llegó a manos de un ayudante senatorial demócrata y acabó por aparecer en las páginas web de Roll Call, una publicación parlamentaria.

Las elecciones de noviembre son cruciales para los republicanos. El año 2000 les llevó a una triple victoria en la presidencia y en las dos cámaras del Congreso, pero, en contra de sus expectativas más optimistas, no fue un triunfo sólido, sino un empate decidido por el voto de calidad de la Corte Suprema, con seria división de opiniones en todas las cuestiones políticas sustantivas. Tras la reforma fiscal de los primeros meses de la nueva presidencia y la pérdida de la mayoría en el Senado en junio 2001, el verano pasado pareció haber dejado a la Administración republicana sin viento en las velas, por más que el pasmo causado por las brutales acciones terroristas de septiembre y el fervor patriótico que les ha seguido hayan permitido desconocerlo durante una larga etapa.

En su conferencia, Rove reconocía que la mejor -¿única?- baza republicana ante las elecciones venideras es la popularidad que los terroristas islámicos le han regalado al presidente. En agosto 2001, según Gallup, su índice de aprobación estaba en el punto más bajo de su presidencia (51%), pero a comienzos de octubre pasado se había disparado hasta el 90% y desde entonces no ha bajado del 70%. Si ganan en noviembre, los republicanos podrán dar nuevo impulso a la agenda doméstica que se acumula en la mesa presidencial -ampliar la reforma fiscal, acorazar a la mayoría conservadora en la Corte Suprema y en los tribunales federales, avanzar en la privatización de la seguridad social, entregar la gestión de los programas de asistencia social a las organizaciones religiosas, en fin, ahondar el giro conservador truncado durante la era Clinton. Si pierden, Bush va a tener muy complicados los dos años próximos.

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¿Tendrá el nuevo manto antiterrorista del presidente vuelo suficiente para lograrlo? No necesariamente. Ante todo, parece que los republicanos no acaban de distinguir entre el reagrupamiento junto a la bandera de una sociedad que se siente vulnerable en su propio territorio por vez primera desde 1812 y la popularidad personal de Bush, pese a que ambas cosas no tejen necesariamente un manto inconsútil. El apoyo masivo a la intervención en Afganistán y a las medidas antiterroristas que la acompañaron no significa necesariamente que la inmensa mayoría de los americanos comparta todas las obsesiones represivas del Gobierno. Difícilmente podrá extenderse otro cheque en blanco ante circunstancias que requieren más matices, como la incoherencia de exigir al futuro Estado palestino que sea una verdadera democracia, que mejore las condiciones de vida de su pueblo y que persiga la corrupción sin extender esas demandas a los saudíes, a Egipto, a Jordania y a los demás regímenes autocráticos de la zona; o como la anunciada intervención preventiva contra Irak; o como el recorte de los derechos civiles por mor de las exigencias de seguridad.

Pero raras veces las elecciones al Congreso se han decidido por la política internacional. Lo que generalmente cuenta es la política doméstica y la situación de la economía. La recesión iniciada en marzo 2001 ha sido corta y superficial, pero la recuperación del primer trimestre 2002 ha perdido fuelle y parece que, como en 1990-91, va a seguir su despliegue con lentitud. O no. Al día de hoy no es posible predecir con exactitud el desarrollo de los acontecimientos. Con una mano puede anotarse la solidez de la productividad americana, con una espectacular media anual del 3,9% en los últimos diez años, lo que puede impulsar un brusco salto adelante de la economía así que el clima de los negocios empiece a mejorar. Con la otra (con razón decía el presidente Truman que prefería a los economistas mancos), las empresas no se deciden a aumentar sus inventarios y el consumo privado empieza a tener dudas sobre el futuro, como lo muestra la brusca caída de seis puntos en los datos de junio sobre confianza de los consumidores que publica la Universidad de Michigan.

Dos factores adicionales complican el panorama de los republicanos. De uno de ellos -los fraudes ya conocidos de empresas señeras de la nueva economía de los noventa como Enron, Andersen, Tyco, Adelphia, WorldCom, Xerox y los que vengan- se ha hablado hasta la saciedad. Pero, para evitar su repetición, hay que pasar de las palabras a los hechos. Con una mano puede señalarse que la opinión pública ha empezado a girar desde que los antiguos directivos de WorldCom demostraran haber ganado su MBA en una escuela de negocios para golfos apandadores. La plana mayor del actual Gobierno se halla demasiado cercana al mundo de los negocios para negar su conocimiento de esas prácticas y ya se empiezan a pedir las explicaciones omitidas durante la campaña electoral del 2000 sobre la forma en que Bush ganó su primer millón con la venta, tras una inteligente corazonada, de dos tercios de su participación en la empresa Harken Energy, a cuyo consejo de administración pertenecía, justo semanas antes de que se anunciase una fuerte caída en sus beneficios, operación que no reveló hasta ocho meses después de producida. Parece que el vicepresidente Cheney era también un adepto de la contabilidad creativa en sus tiempos de consejero delegado de Halliburton. El plan presentado por Bush en Wall Street el 10 de julio no incluye propuestas serias para atajar la repetición de situaciones similares, más perjudiciales para la economía americana y los mercados que toda la algarabía antiglobalizadora. Ahora bien, con la otra mano, hasta el momento, ninguno de esos escándalos ha tiznado aún al presidente, cuyos partidarios dicen que está hecho del mismo teflón que Reagan, al que no se le pegaba nada.

Del otro asunto -el déficit en las cuentas públicas- no se habla, al menos por el momento. Los republicanos, tradicionales defensores del equilibrio presupuestario, dejaron en 1992 un agujero que rondaba los 300.000 millones de dólares. Con Clinton, los demócratas, tradicionalmente acusados de manirrotos por sus oponentes, pusieron las finanzas públicas como un san Luis, con un superávit de 256.000 millones de dólares en 2001 y la perspectiva de llegar a un total de 5,6 billones en 2011. De ahí se sacó Bush la reforma fiscal que hará pagar 1,35 billones menos a los contribuyentes americanos a lo largo de los próximos diez años, con especial beneficio para el 5% de las rentas más altas. Pero hoy pintan bastos. Con una mano cabe destacar que la recesión ha reducido los ingresos del Tesoro, lo que, junto a la reforma fiscal y al aumento de gastos militares para afrontar el desafío terrorista (cerca de 400.000 millones de dólares en 2003), reabre expectativas duraderas de un déficit fiscal de 150.000 millones de dólares para 2002. Eso va a obligar a cortar hasta el hueso los demás programas de gasto discrecional y a echar mano de los fondos de la Seguridad Social, con eventuales repercusiones alcistas sobre los tipos de interés a largo. A la mano contraria, una rápida recuperación de la economía, o el recrudecimiento de las acciones terroristas, o ambas cosas a la vez, paliarían los efectos negativos de semejante vuelta a los quebrantos fiscales del pasado.

Lo que los republicanos necesitan, pues, para ganar las elecciones al Congreso en noviembre no es el nuevo manto tecnicolor del presidente, sino un montón de economistas mancos, aunque, cuidado, sólo de la mano que comete los errores.

Julio Aramberri es sociólogo y profesor en Drexel University, Filadelfia, Estados Unidos.

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