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Columna
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Judíos húngaros / III

El asunto de la salvación de miles de judíos en Europa lleva camino de convertirse en un enigma histórico insoluble, a tenor de lo que se viene publicando, cuando creo que la interpretación es sencilla. Hace unos años tuve ocasión de leer el manuscrito de un libro esclarecedor acerca de este tema. Ya había muerto su autor, Javier Martínez de Bedoya, pero viven aún su esposa, hija y algunos nietos que lo tendrán en su poder. Eran unas memorias, estimo que valiosísimas, por el papel que el autor desempeñó a lo largo del régimen anterior, sus circunstancias personales y los lugares donde estuvo. Al respecto se remite a un decreto, emanado durante la dictadura de Primo de Rivera, rescatado por Fernando de los Ríos, ministro socialista de Instrucción Pública, de Justicia y de Estado en varios gobiernos de la Segunda República, y judío granadino. Sin que pueda precisar en cuál de las carteras, dio curso a una disposición, según la cual los descendientes de quienes fueron expulsados por los Reyes Católicos, que lo probaran y desearan, podían reivindicar la nacionalidad española. Loable oferta apenas atendida o en muy corta medida. En aquellos años treinta los judíos aún no estaban perseguidos como raza, fuera de Alemania.

Relata Bedoya -sin que pueda recordarlo textualmente, no me tengo por historiador- en aquel texto que alguien suscitó el tema y un precedente entre la comunidad de Salónica. Y se hizo notar a Franco, estamos en los años 1943 o 1944, lo conveniente que podría ser atraerse las simpatías del poderoso lobby hebreo en Estados Unidos. La España de entonces se encontraba aislada y mendicante de aliados, simpatías y ayuda económica. Unas negociaciones muy delicadas, por cuanto que el sionismo, la masonería y el comunismo fueron las tres bestias negras del régimen surgido de la guerra civil. Encomendaron la tarea a Bedoya, quien la inició bajo la cobertura de agregado o consejero de prensa o información en nuestra Embajada de Lisboa. Hubo, primero, que vencer reticencias entre los altos jerarcas franquistas, y luego interesar a la cúspide de la comunidad judía norteamericana. No considero, mera subjetividad, el presunto origen judaico del generalísimo. La moneda de cambio era la protección y salvación de los cientos de miles de hebreos cuyo exterminio estaba decidido por los nazis. Jamás comprenderé por qué tan interesante documento sigue, que yo sepa, inédito, y me consta el interés de la familia por darlo a conocer. Tras leer el original lo recomendé a una importante editorial, sin el menor éxito. ¡Misterio! Una vez logrado el acuerdo base -para el que ninguna de las partes deseaba la publicidad-, me parece recordar que dio los pasos oficiosos el diplomático Germán Baraibar -asesinado más tarde en México-. El departamento que correspondiera cursó despachos a todas las oficinas del Gobierno en los países donde se presentara el problema. Debió ser una orden verbal -como es sabido se entregan escritas- confiada por medio de la valija a la iniciativa y discreción de los representantes españoles. Recuérdese que en la Europa continental mandaban los alemanes, y con malos modos. Es el origen racional que puso en marcha la operación de salvamento. Ciertamente, a título personal, cualquiera podía ejercer la generosidad con el prójimo, pero es inimaginable que un mero encargado de negocios, por ausencia del ministro jefe de la misión, como era Ángel Sanz Briz, en la modesta legación de Budapest, pudiera planear una operación de tal envergadura. Algunos sedicentes historiadores ni siquiera distinguen entre legación y embajada, precisión exigible a quienes se proponen relatar hechos con autoridad.

En alguna parte el vislumbre de liberación llega a los judíos y se extiende por todas las naciones. El detalle de las llaves de la casa cordobesa o granadina, abandonada a finales del siglo XV, apenas existía. Es un recuerdo sentimental de los sefarditas que se replegaron en la ribera oriental del Mediterráneo. Había comenzado el holocausto, el mayor crimen colectivo de la edad moderna. Desde el viejo país del finisterre, por las razones o intereses que fueren, se tendía una mano hacia la temerosa legión de desdichados. Conocí en su día -no era un secreto- que en muchas partes gente desaprensiva se beneficiaba de la situación de los judíos, estafados sin misericordia, incluso por españoles de averiada conciencia. Podría asegurar que en Hungría, salvo corrompidos agentes de la Gestapo, miembros de las SS o nativos colaboracionistas, el número de los resguardados de la muerte fue, porcentualmente, dentro de la inconmensurable nómina, más alto y desinteresado que en parte alguna. Y hubo de todo, como veremos otro día.

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