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Columna
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Sofía

Sí, mucho Guggenheim, mucho metro y mucho parque tecnológico, pero en Bilbao aún no había estado Sofía Loren. Siempre es lo mismo: absorbidos por las cosas urgentes olvidamos lo principal. Bilbao, agitado proyecto sumido en una vertiginosa transformación monumental, se había olvidado de los auténticos monumentos. Ya era hora de reparar tamaño entuerto, que oscurecía la gestión de nuestros esforzados munícipes hasta hacerla casi irrelevante.

Una vez más, la iniciativa privada debe cubrir las necesidades del mercado. Ignoramos cuál ha sido el importe de la inversión, pero lo cierto es que Sofía, nuestra Sofía, ha pisado por fin suelo vasco, quizás derritiéndolo bajo el efecto demoledor de sus tacones de aguja. En la turbia competencia que mantienen las capitales vascas por el liderazgo metropolitano, y tras años y años de lucha sin cuartel, por fin Bilbao cobra una distancia notable: aquí estuvo la reina. Y allí no.

Sí, por fin Sofía Loren ha hollado suelo vasco. Y no sabemos si, como el Papa, lo primero que hizo fue besar el asfalto, pero seguro que el asfalto habría querido hacer lo propio. Alrededor de la gran diva se amontonaron los fotógrafos, los redactores, los altos y bajos cargos, los notables del lugar. Y uno, a quien estas cosas siempre le pillan de lejos, tiene que contentarse con la glosa del asunto.

Sofía Loren. Pocos símbolos eróticos se han mantenido en forma durante tantas décadas. Pocos habrán ocupado los sueños de tantas generaciones de rendidos admiradores. Lo cierto es que uno está contento porque al fin haya habido en Bilbao unas cuantas horas de auténtico glamour, palabra que corre el riesgo de desprestigiarse a cuenta de su uso indiscriminado y generalmente inexacto. Sofía Loren no sólo representa un símbolo sexual: reúne buena parte de la historia del séptimo arte. Ya quedan pocas divas, y sin duda es una de ellas, porque lo cierto es que el cine nunca volverá a ser lo que fue.

Sofía Loren, todavía en Prêt-à-porter (una de esas infames películas de Robert Altman, que no da una, ya utilice a la excelsa italiana o ya utilice en sus guiones los no menos excelsos relatos de Raymond Carver) Sofía Loren, decimos, cargada de años y de décadas, oscurecía con su sola presencia a una Julia Roberts minimal, que se pasaba media película en pijama dando saltos sobre una cama, como si en vez de un amante necesitara un psicólogo infantil. Para saber lo que era el glamour había que ver otra vez esa película, contrastar la estampa de la Loren, atractiva a pesar de las eras geológicas que ya han pasado sobre ella, y compararla con Julia Roberts, necesitada de un urgente bocadillo de nocilla para no caer en la anorexia.

Eran otros tiempos cuando las mujeres aún creían en sus armas, en sus propias armas, y no en los gadgets que les proporciona la cirugía estética. Paula Vázquez, joven trasunto de la estampa nasal de la diva italiana, renuncia a su propia herencia genética (que tan bien la había moldeado) y se implanta una nariz convencional, de muñeca acartonada. La latina nariz de Sofía Loren, el curvo miembro mediterráneo sobre el que confluían unas cejas duras y perfectas, está a años luz de los apaños estéticos que exige la modernidad. ¿Recuerdan? 'Pasta no-sé-qué. Se lo dice una italiana'.

Ahora hemos vaciado al adjetivo latino de su auténtico sentido, y nos hemos sometido a la terminología anglosajona (esa que remite lo latino, falsamente, a los calores del Caribe), pero Sofía Loren pone las cosas en su sitio. Lo latino es esa otra sensualidad, ajena a América, cultivada durante siglos en torno al mar Mediterráneo. Es como si con Sofía Loren también hubieran llegado a Bilbao los versos de Virgilio, la arquitectura del Renacimiento, qué sé yo, las legiones de Roma.

En efecto, Sofía Loren en Bilbao. Se han conmovido las fibras de la ciudad. Décadas y décadas de cine, de belleza y de historia, plantadas en medio de la nada mediática de una ciudad difusa: la trigésimo séptima metrópoli de Europa. Hemos sido redimidos por un día de gloria.

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