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Columna
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Judíos húngaros / II

Hasta los primeros días de abril de 1943, la vida en la ciudad de Budapest difería poco de los años anteriores para los hebreos que se habían entremezclado con las gentes del país. En las profesiones liberales destacaron como médicos, docentes, abogados, ingenieros, funcionarios..., con escasas incursiones en el ejército, cuyos mandos se nutrían de la aristocracia y la alta burguesía superviviente del Imperio. Su presencia era notable en el comercio y controlaban un alto porcentaje de la industria y la banca.

Disfruté de una beca en el verano de 1943, poco después de que aquella capital sufriese el primero y, durante un tiempo, único bombardeo aliado, que apenas alarmó a la población. Volví al finalizar el verano y allí pasé año y pico como corresponsal de varios periódicos. La colonia española, cuando más numerosa, la componían dos monjas de clausura, un fabricante catalán de tapones de corcho, un lector de español llamado Ramón Borrás Prim, el encargado de Negocios, Ángel Sanz Briz y un servidor. El reducido personal de la Legación era nativo. Por causa de la guerra y las comunicaciones, enviaba mis crónicas por telégrafo, y cualquier otra información, susceptible de ser censurada, por la mensual valija diplomática. Me entregué a los temas folclóricos, invitado oficialmente y escoltado por el que había sido agregado de Prensa húngaro en Madrid, el barón Iván Wimpfen, de mi mejor recuerdo.

El trato con el difícil idioma magiar lo solventaba con el conocimiento del italiano, el francés, nociones del alemán y la inestimable ayuda de colegas italianos, conocedores del país, de su lengua y los entresijos de la política. El problema judío no era perceptible. Dentro del área de influencia nazi fueron promulgadas, el año 1941, las Leyes para la Defensa de la Raza, basadas en las teorías de Alfred Rosenberg. Quizá hubiera puntuales restricciones, pero la existencia de los judíos fue llevadera hasta el 19 de marzo de 1944. El almirante Horthy, jefe del Estado, celebra una entrevista con Hitler, en su Cuartel General, noticia que conocíamos los periodistas, y debía estar de regreso el lunes 20 para presidir las sesiones de apertura del Parlamento. Pero el regente intentó enfrentarse al führer, equivocándose de fecha, lo que decidió la suerte de aquella desdichada nación y la de cientos de miles de hebreos. Quiso pedir el armisticio a los aliados y le apresaron y deportaron a Alemania. Las tropas nazis, que hasta entonces habían estado acantonadas discretamente, ocuparon con sus tanques todo el territorio. En la Gaceta Oficial aparecen, inmediatamente actualizadas y agravadas, las disposiciones antisemitas, con efecto fulminante, comenzando por definir quién era judío. Aparte de la práctica del Talmud, lo eran cuantos tuvieran uno o dos abuelos judíos. Se toleraba a los que, en esa situación, probaran su conversión al cristianismo antes de la edad de siete años. La gente venía obligada a cargar con los antepasados en una cartera, para cualquier súbita comprobación. Bancos y grandes empresas debían despedir a la mitad de los empleados de esa etnia y la totalidad de los funcionarios del Estado, el municipio y cualquier corporación pública. Se confiscaban los comercios y negocios judíos, con la perversa cláusula de que conservaran, obligatoria e indefinidamente, a su personal. Automóviles, camiones, motos y bicis requisados, sin excepciones. Expulsaron del Colegio de Abogados a más de 2.000 inscritos, 130 periodistas de la Asociación Oficial de la Prensa, y licenciaron y detuvieron en los hospitales a médicos, cirujanos, odontólogos y personal sanitario. Técnicos, expertos, especialistas de cualquier clase eran sustituidos por gente ignorante o fracasada.

A partir de esa fecha, el ominoso e imperativo decreto: 'Todo judío que haya cumplido los seis años deberá llevar, fuera de su casa, en la parte izquierda del abrigo, blusa, traje o prenda exterior de vestir, una estrella de seis puntas, de 10 x 10 centímetros, de tela, seda o terciopelo, de color amarillo, de forma que no se pueda quitar con facilidad'. La ignominia había llegado. En las provincias, la matanza tuvo lugar antes del envío masivo a los campos de exterminio. En Budapest, con más de un millón de habitantes y una continua afluencia de gente menesterosa, la persecución se produjo metódica y pausadamente. Yo estaba allí. Seguiremos con las disposiciones que amparaban a los sefarditas que desearan la nacionalidad española. Se cuenta mal, a mi entender.

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