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Columna
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¡Basta de realidades; queremos promesas!

Andrés Ortega

La pintada, probablemente rebotada años atrás del Mayo del 68 a un periódico mexicano, para acabar en una pared de Buenos Aires, refleja no sólo la desesperación de unos argentinos que, con su crisis política, no salen de su pozo económico, sino una preocupación más general. Podría aparecer en cualquiera de nuestras ciudades, incluso en las más opulentas. En las últimas elecciones, ya sea en Italia, Francia u otros lugares, los políticos han dejado de ofrecer ilusión para vender realidades, ni siquiera certidumbre. Lo más que llegan es a reducir impuestos; y aún. Quizás estén curados de promesas incumplidas o incumplibles y tiendan a alejarse de un populismo que, como se ve cuando surge en este caldo de cultivo, sólo lleva al desastre o a la frustración. Pero la falta de proyectos es también esa crisis de futuro que anunciara Octavio Paz.

Ayudada por el 11-S, estamos viviendo la primera crisis del modelo de la economía de mercado, de la globalización, desde que ésta se ha quedado sola, fracasada la utopía comunista, y, salvo alguna excepción notable, derrotada militarmente la fascista hace más de medio siglo. En el fondo late la quiebra de una condición esencial, política, económica y social, para el capitalismo moderno y la democracia: la confianza. Los escándalos contables de Enron, WorldCom, algunos de los nuestros y otros por venir, han puesto de relieve esta quiebra del sistema, en la que además se produce una perversión cuando en algunas grandes empresas los directivos ganan mientras éstas pierden. La situación es aún más grave al observar no sólo el efecto de la quiebra de confianza en las bolsas y en los bolsillos de tanto inversor que han visto evaporarse parte del valor de sus ahorros, sino el hecho de que las grandes empresas están en una situación de poder que no se ve correspondida en transparencia y responsabilidad: de las 100 primeras entidades económicas, hoy en día entre 51 y 74, según los cálculos, son empresas y no Estados. Según el Institute for Policy Studies, las 200 primeras empresas del mundo representan una cuarta parte de la economía del mundo, pero emplean a menos del 1% de la fuerza laboral global, y sus ventas combinadas son mayores que la producción conjunta de todos los países del mundo, restando los diez primeros.

Ahora bien, ¿quién audita a sus auditores, y quién controla a los controladores? La desconfianza llega también a las cuentas públicas, tan maquilladas en los últimos años, y a las estadísticas oficiales. Y los que juzgan en este mundo -contadas agencias de calificación y los bancos de inversión- han salido contra la candidatura de Lula en Brasil, uno de los pocos que osan vender promesas, lo que no significa que pueda cumplirlas. A menudo, los primeros en desconfiar y sacar dinero de los países son los nacionales que pueden, primera muestra de que no creen en su propio futuro. Mientras, la abstención tiende a subir en las democracias.

Si el 11-S ha generado inseguridad no es sólo por lo que hizo Al Qaeda, sino porque la Administración de Bush se encarga de recordar a diario que espera un nuevo ataque, lo que le sirve para mantener la movilización, el gasto militar y prevenirse por si ocurre algo gordo. El 11-S ha contribuido a esta sensación de agobio de una realidad cotidiana y geopolítica que se antoja inestable, ya sea por la guerra que no acaba en Afganistán, la violencia en Oriente Próximo o porque, cuando parecía que nos habíamos librado del peligro nuclear, aparecen India y Pakistán para recordárnoslo.

Uno de los termómetros de la incertidumbre es el precio del oro, que subió de forma espectacular el 11-S y los días siguientes, pero que ha alcanzado ahora su cota más elevada. El encarecimiento del oro es producto del pesimismo de la riqueza. Salir de la incertidumbre requiere sentido de dirección. Como escribe Martin Woollacott en The Guardian, un mundo sin optimismo es un lugar realmente peligroso.

aortega@elpais.es

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