Contradicciones
Hay una manera de pensar según la cual ninguna persona es ilegal en un mundo globalizado. Sus defensores querrían que los flujos migratorios estuvieran tan poco regularizados como los flujos de capital. Bien mirado, se trata de una postura muy liberal, mucho más liberal que la de Rodrigo Rato, contrario a toda globalización que no sea la financiera. En este punto tienen más confianza que el ministro en las leyes del mercado. Ni los partidarios oficiales de la globalización son partidarios de tanta globalización ni las multinacionales, que pactan los precios siempre que pueden, confían tanto en las leyes del mercado. Es cierto que la ley de la oferta y la demanda a veces falla, pero es raro que alguien que huye del hambre se quede en un país donde no hay trabajo. Debe de haber oferta; si no, no vendrían. Veo a los cinco okupas encaramados en una torre de la isla de La Cartuja desplegando una pancarta: 'Solidaridad trabajadores inmigrantes. Papeles para todos. La utopía mueve montañas'. Se refieren a las palabras de Chamizo, el defensor del pueblo andaluz, para quien esta idea de que todos los inmigrantes (o, para empezar, los que están encerrados en la Olavide) deberían obtener papeles es una utopía. No lo dice por él, supongo; lo dice por el Gobierno, cuya manera de pensar en la inmigración está en los antípodas de estos okupas.
Ni a éste ni a ningún gobierno le conviene eliminar de un plumazo la economía sumergida, que constituye la cuarta columna de nuestra prosperidad, el 25% de la producción total de Andalucía. Pero la economía sumergida necesita trabajadores sin derechos, esclavos convenientemente atemorizados por la cachiporra. Prohibiendo la inmigración, restringiéndola al máximo, no sólo no se acaba con ella, sino que se perpetúa en condiciones muy interesantes: la prohibición convierte a los desesperados en delincuentes, es decir, en esa dócil mano de obra de la que se nutre la economía ilegal. Por eso este Gobierno exhibe siempre que puede esas estadísticas que relacionan la inmigración y la delincuencia. Pues claro que la inmigración se relaciona con la delincuencia. Y con el servicio doméstico, y con todos aquellos trabajos que, como el crimen, constituían ayer parte de nuestra identidad cultural -El Lute es de aquí y la novela picaresca también- pero que hoy son rechazados por los nuevos españoles.
Entre ambas posturas hay una tercera vía. Sus defensores no comparten la interesada simpleza de Aznar, pero creen que pedir papeles para todos es una irresponsabilidad. Saben que algún día pueden gobernar, así que son partidarios de controlar la inmigración en las fronteras y al mismo tiempo de cooperar económicamente con los países pobres para que éstos puedan ofrecer a sus ciudadanos las posibilidades que buscan fuera. Sin embargo, cuando Marruecos trata, como sucede estos días, de aumentar sus exportaciones a la Unión Europea, los mismos políticos que defienden la cooperación con el mundo subdesarrollado cierran filas en torno a sus agricultores locales, se oponen a cualquier reforma y defienden los intereses de quienes al fin y al cabo les tienen que votar.
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