De los ideales a la conspiración
Benjamin Disraeli representa, junto con Elizabeth Gaskell -cuya novela Los amores de Sylvia comentábamos recientemente-, E. Bulwer-Lytton y Charles Kingsley, el prototipo de la novela victoriana al servicio de una tesis. En el caso de Disraeli -no sólo escritor sino eminente político que fue dos veces primer ministro con la reina Victoria-, nos encontramos con el defensor de la convicción de que las clases altas han de ser no sólo el espejo en el que deba mirarse el pueblo, sino las artífices de las condiciones decentes de subsistencia del mundo obrero que se estaba creando bajo el paraguas de la revolución industrial; todo ello desde la visión del soberano -soberana en este caso- representando la cima del orden, como el lector verá en cuanto se adentre en la novela.
SYBIL
Benjamin Disraeli Traducción de Pedro Tena Debate. Madrid, 2002 544 páginas. 19 euros
La época histórica que elige el autor como escenario es la que se corresponde con el Cartismo, esto es, el movimiento agrupado en torno a la Carta del Pueblo, redactada por William Lovett dada a conocer en 1838, que dio lugar a los numerosos incidentes y alzamientos del incipiente proletariado que sólo el pragmático carácter inglés evitó que se convirtiera en un movimiento revolucionario triunfante del estilo de los que agitaron Europa hasta principios del siglo XX. Disraeli diseña una estructura que contiene en sí misma la tesis del libro, sustentada en el subtítulo, Las dos naciones, con el que se refiere a la de los privilegiados y la del pueblo, 'gobernadas por distintas leyes, influidas por distintas costumbres, sin ideas ni afinidades en común, con una incapacidad innata para entenderse', pero reunidas bajo un mismo soberano, lo que exige una respuesta unificadora inmediata que pasa por la comprensión e incorporación de los más débiles a la sociedad, bajo un punto de vista que hoy consideraríamos decididamente paternalista.
Disraeli fue un hombre impor-
tante, influyente y protagonista en la vida política inglesa de su tiempo. Pero, como hombre culto, buen lector y observador, construye una novela que, si bien tiene un punto artificioso, plasma la tesis en una estructura de capítulos que contrastan en paralelo la nobleza y el pueblo trabajador, singulariza a una pareja protagonista socialmente antagónica y verdaderamente romántica y lo fundamenta con toda solidez en una constante referencia histórica, demasiado prolija, pero en la que sitúa con habilidad la acción del relato. Si al abuso de referencia histórica cabe objetar que relate demasiado desde dentro el mundillo de la clase política (lo que, para quien no esté familiarizado con el sistema político inglés, resulta a veces complicado de seguir) bastaría con requerir una mayor abundancia de notas orientativas en la edición. Pues hay que reconocer que el retrato del mundo y el mundillo políticos en el que los ideales han sido sustituidos por la conspiración e intriga de partidos en su propio beneficio y el de la minoría de clase que los sustenta, es sencillamente soberbio, está hecho con todo conocimiento y es muy ilustrativo para un lector de hoy. Está plagado, además, de conclusiones y descripciones igualmente preciosas (y eficaces) para nuestros días; por ejemplo: 'Era un hombre tranquilo, de mediana edad, modales educados y sin opiniones políticas concretas, una cualidad muy solicitada en una época en que los partidos se parecían mucho'. Torys y Whigs se enfrentarán en un espacio que se cocina en sí mismo, lo que abrirá un espacio a una reacción popular que da lugar al cartismo. Y, aparte de lo estrictamente literario, es muy interesante el relato de ese movimiento y la dinámica de su expansión dentro del deteriorado y decadente panorama político, que está contado de primera mano, lo que constituye un aliciente más. Y todo ello cocinado en la muy solvente tradición de la novela inglesa.
Pero no se piense que obser-
vaciones irónicas como la anteriormente citada -que abundan- proceden de un escéptico, antes al contrario; Disraeli es un fogoso activista y pone la novela al servicio de sus intenciones; lo que sucede es que no puede renunciar al característico humor inglés, de tan acrisolada experiencia expresiva ('aunque su educación excedía su inteligencia, una desgracia habitual...', dice a propósito de un elemento de la clase alta). Lo cierto es que la posición desde la que mira Disraeli le confiere una agudeza envidiable y 'amuebla' la novela con personajes, escenarios y sucesos históricos que se suceden con orden, concierto y morosidad, lo que al buen lector de la novela del XIX sin duda alguna le va a tener entretenido hasta el final. Un final -las dos últimas partes- en el que domina sobre todo lo 'novelesco melodramático' y demuestran que el señor Disraeli está muy bien dotado para contar con emoción y agilidad y que los escenarios de pasiones y lucha no le resultan ajenos. Hay que resaltar que es la primera vez que se traduce a Benjamin Disraeli en España, lo que sin duda constituye un pequeño acontecimiento.
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