Visita al lado oscuro de la historia
El museo de la Cruz Roja en Ginebra muestra los horrores de la guerra
Una cita de Dostoievski -'Todos somos responsables de todo ante todos'- y un contador digital de muertos -dos por segundo en el mundo, según la Organización Mundial de la Salud- dan la bienvenida a los visitantes del Museo Internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja de Ginebra. Sus 80.000 visitantes anuales acceden al edificio a través de un corredor de hormigón que recuerda las trincheras de la guerra. Medio enterrado en la colina sobre la que se alza la flamante sede del Comité Internacional de la Cruz Roja, en este museo de intencionada sobriedad arquitectónica todo está pensado para conmover.
'Parece que no hubiéramos tenido dinero para acabar el edificio, pero se trata de mostrar las condiciones en las que a veces trabajan los delegados de la Cruz Roja en zonas de conflicto', explica una de las guías voluntarias a la vez que apunta al techo, de hormigón, desnudo y surcado por tuberías. Nada más salir de la trinchera, un grupo de hombres de piedra, encapuchados y maniatados, representan a los prisioneros de guerra y custodian la entrada al edificio, levantado gracias a los 17,8 millones de euros aportados por gobiernos, fabricantes de relojes y empresas tabacaleras.
Trincheras, celdas de castigo y campos minados integran un recorrido que a pocos deja indiferentes
El museo fue inaugurado hace algo más de una década con el fin de convencer al visitante de que en un mundo de guerras, desastres naturales y hambrunas 'sigue siendo posible actuar' y de que 'no se puede conseguir nada si se mantiene una actitud resignada', en palabras de su director, Roger Mayou. Tal vez la muestra más impresionante de la visita la constituyen los siete millones de fichas manuscritas y expuestas en 21 vitrinas, correspondientes a los prisioneros de la I Guerra Mundial. La Cruz Roja censó a los presos para que sus familias pudieran contactar con ellos. Todavía hoy, familiares de las víctimas de la guerra acuden los martes (día en que el museo cierra sus puertas) a estos archivos en busca de información. La Cruz Roja no tuvo tanto éxito durante la II Guerra Mundial. Tras largas negociaciones con el Gobierno nazi, sólo tuvo acceso a los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Ravensbrück en 1943. Un vídeo muestra cómo la delegación humanitaria encontró a los presos limpios y peinados, mientras cientos de miles de judíos morían asfixiados en las cámaras de gas.
La visita al museo transcurre en penumbra, para mostrar el lado más oscuro de la existencia humana e invitar a la acción. El visitante sólo ve la luz ante la presencia en cartón piedra del padre de la institución y primer premio Nobel de la Paz, en 1901, Henri Dunant. Este hombre de negocios perteneciente a la burguesía ginebrina partió en junio de 1859 en busca de Napoleón III para arrancarle una concesión de tierras y aguas. Dunant encontró al emperador en Solferino, donde franceses y piamonteses se disputaban con los austriacos la Lombardía. Allí, Dunant fue testigo de una batalla en la que murieron 40.000 hombres. Desde entonces no volvió a ser el mismo, y a su regreso a Suiza fundó la Cruz Roja.
El visitante, tras asistir a las batallas más sangrientas de la historia de la humanidad a través de fotografías, películas y textos inéditos, y todavía no repuesto del cúmulo de emociones que produce el recorrido, accede a una minúscula celda de hormigón en la que permanecieron encerrados 17 prisioneros durante varios meses en un país que la organización prefiere no revelar, siguiendo uno de sus principios fundamentales, la neutralidad. Cuando el visitante sale de la celda en busca de aire y huyendo del claustrofóbico cubículo, no puede más que contener el aliento ante la siguiente visión: 1.655 fotografías de niños ruandeses, que se perdieron durante la guerra. Gracias a la distribución de sus retratos por todo el país, cuatro años más tarde mil de ellos habían encontrado a algún familiar.
Réplicas de campos minados, prótesis e inundaciones simuladas, ponen fin a un recorrido que a pocos deja indiferente. 'Esperamos que cuando la gente salga de aquí se dé cuenta de que las víctimas no son personas pasivas, sino personas con dignidad. Queremos luchar contra los prejuicios y demostrar que la acción es posible. Los jóvenes salen de aquí queriendo hacer algo, aunque no saben cómo ni dónde', afirma el conservador del museo, Philippe Mathez. 'Después de salir de aquí, o te haces voluntario o te das a la bebida', afirma una visitante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.