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DEBATE
Columna
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La geopolítica del deporte

El Campeonato del Mundo de fútbol de Corea y Japón amenazó un momento con ser una revolución geopolítica, pero en último término se ha conformado con una llamada de alarma a los poderes establecidos, para advertirles de que su hegemonía no es un derecho en propiedad para toda la vida.

Entre los ocho cuartofinalistas, el equilibrio perfecto entre los que se supone que tienen y los que creíamos que no tenían era ya en sí mismo toda una advertencia. Cuatro equipos que representaban la tradición: Brasil, Alemania, Inglaterra y España, aunque esta última no tuviera blasones que dorar; y cuatro advenedizos: Corea del Sur, Senegal, Estados Unidos y Turquía que obraban sin ningún respeto a sus mayores. La revolución pendiente.

De los cuatro que llamaban a la puerta del ricachón deportivo, dos lograron pasar a las semifinales, con lo que la posibilidad de la campanada se mantenía en pie, hasta que los viejos maestros, los correosos detentadores de todos los títulos, aunque no estuvieran ya probablemente en su mejor momento, como aquel El Rey del Juego que interpretó Edward G. Robinson en contraposición a esa juventud que aguarda, Steve McQueen en la ocasión, aún tuvieron fuerzas para decir a los aspirantes: 'No, todavía no', y reservarse la final para ellos solos; los viejos soldados, Alemania y Brasil, son capaces de no morir nunca, pero eso no impedirá, quizá, que acaben un día por desvanecerse.

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El éxito, sin embargo, de las potencias emergentes ya es indiscutible. Cuando Kemal Ataturk, a comienzos del siglo pasado, soñaba con que la revolución solar que de su mano emprendía Turquía, convirtiera al país, medio asiático y totalmente islámico, en una gran potencia occidental, difícilmente habría podido pensar en mejor forma de demostración que llegando a las semifinales de la Copa Mundial de Fútbol, el deporte que Europa inventó para el mundo. Y tampoco habría podido haber mejor tónico político para el Gobierno, tan achacoso como físicamente enfermo está su líder, el socialdemócrata Bulent Ecevit, que la prestación del antiguo sultanato de Estambul en esta Copa del Mundo.

Y otro tanto cabe decir del éxito coreano, que ha hecho más por una futura unificación de la península entre el Sur y el Norte que todas las negociaciones formales habidas y por haber. Los norcoreanos, a los que se ha filtrado incontenible, sin necesidad de Internet, el triunfo de Seúl, con su victoria en los cuartos sobre España, se sienten hoy más hermanos que nunca de sus hermanos del Sur.

De la misma forma, Argentina no ha podido encontrar en el campeonato el linimento o aun el pentotal que precisaba para recordar que existía aún poderosamente en este ámbito como nación. Y a un nivel, cierto que mucho menos dramático, el equipo español ha demostrado que su milagro deportivo no se extiende a donde más quisiéramos con permiso de Induráin, la armada tenística y la saga de los Nieto. España no va tan bien.

Y ¿por qué el deporte y, particularmente, el fútbol tiene esa especie de prórroga añadida que se juega siempre sin saberlo en la cancha de la política?

Porque el deporte, por definición, lo inventaron los griegos como un sutituto incruento de la política. Si Clausewitz decía que la guerra era la continuación de la política por otros medios, el deporte es hoy la continuación de la guerra por medio de otra clase de política.

Como el gesto al que se le ha deliberadamente desprovisto de contenido mortal, el deportista, y muy especialmente el futbolero, construye toda su mitología, que es lo mismo que decir su literatura, con los términos tomados en préstamo de la guerra entre los pueblos. Los artilleros coreanos remataban, desencadenando una y otra ofensiva, los turcos disparaban, en ocasiones hasta les salía un cañonazo, y construían siempre su estrategia o su táctica con arreglo a una concepción eminentemente militar de la historia; aunque, en último término, la facilidad de brasileños y alemanes para evolucionar en el campo a partir de líneas interiores, como diría Jomini, acabaría por imponerse a la capacidad de sus adversarios de proponer la batalla mucho más en forma de escaramuzas y golpes de mano que de combate en campo abierto. Ganar un Mundial de fútbol equivale a una satisfacción que hay que valorar al menos en un par de puntos del PIB, o en un tratado de libre comercio, sólo que, además, la pasión de los seguidores preferirá siempre la poética de la victoria campal a la prosa del progreso estadístico.

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