Música y factoría
Con la intención de animar un antiguo debate, los dioses del Pacífico han reservado para el último acto del Mundial la confrontación de los dos extremos del fútbol: música contra músculo.
Los alemanes han vuelto a armar su vieja factoría, convencidos de que la solución a cualquier problema se reduce a mejorar el sistema productivo. Siempre han pensado que el juego en equipo es sólo una sublimación de la cadena de montaje, así que, según su lógica laboralista, el secreto de la prosperidad deportiva implica el respeto a dos reglas: la de que cada cual se atenga a sus compromisos horarios, y luego, convenientemente ocupados los puestos, la de que cada cual meta el hombro para apretar su tuerca.
Después de envolver en su rapsodia húngara a los sofocados alemanes de Fritz Walter en la fase previa del Mundial de Suiza y de perder por asfixia ante los mismos operarios la final del torneo, el gran Ferenc Puskas dijo, muy contrariado: 'El vestuario alemán olía sospechosamente a farmacia'. Se equivocaba el viejo Pancho, porque en realidad el vestuario de los campeones no olía a farmacia, sino a metalurgia; allí, con el mono impregnado de grasa, todos habían apretado su tuerca con la puntualidad convenida. Inspirado en estos antecedentes, Rudi Voeller ha vuelto a reunir los recursos tradicionales para resolver la ecuación del partido: dispone de kilos, de centímetros y de un capataz. Como era de esperar, esta vez el capataz tiene el rudo aspecto teutón de costumbre, pero no se llama Fritz Walter, sino Oliver Kahn.
¿Y los brasileños? Para ellos, el fútbol no es una obligación profesional: es una manifestación de la providencia. Aunque sean decididamente tropicales, no se consideran el legado de una escuela; están persuadidos de que son los depositarios de un don: son el producto inexplicable de una inspiración divina. Nacidos bajo dos inquietantes previsiones estadísticas, la de una corta esperanza de vida y la de una peligrosa infancia en la calle, casi todos se hicieron jugadores a la intemperie. Tenían en principio una ventaja y una desventaja; la ventaja de poder mirarse en espejos tan limpios como Garrincha, Pelé, Didí, Tostao o Zico, y la desventaja de que, uno por uno, sus modelos eran inimitables. Los ídolos locales manifestaban además una prodigiosa capacidad para complementarse, daban una asombrosa continuidad a la cantera y en su abigarrada variedad ofrecían paradójicamente una clave de estilo.
El milagro consiste en que, antes y ahora, los futbolistas brasileños son inconfundibles, pero incomparables.
Desde el respeto a los laboriosos atletas rubios que acostumbran a ganar por extenuación, algunos no podemos fingir independencia en días como éste. Se trata de una cuestión de lealtad: cuando sospechamos que la vida es demasiado previsible, siempre nos queda Brasil.
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