El escritor argentino en su tradición
Después de la última crisis, que sacudió y que, sin duda por mucho rato, seguirá sacudiendo las bases mismas sobre las que se sostiene, milagrosamente, la sociedad argentina, muchos se preguntan si la actividad cultural podrá seguir ejerciéndose en medio de tantos conflictos bien reales y otros quizá todavía más graves que se insinúan, inquietantes, en el horizonte. Es verdad que, en los últimos meses, la demostración de impotencia política, de aberración económica y la amenaza de un inminente caos social parecen justificar esa comprehensible interrogación.
Tal vez sería posible intentar darle una respuesta, limitándonos a la literatura, de la que existe en Argentina una tradición original y vigorosa. Basta citar los nombres de Sarmiento, Hernández, Lugones, Macedonio Fernández, Arlt, Martínez Estrada, Borges y Bioy Casares, Cortázar y Silvina Ocampo, Juan L. Ortiz, Oliverio Girondo o Antonio Di Benedetto, para comprobar que esa tradición es rica y diversa, creadora y viviente.
La materia misma de nuestros clásicos es la violencia política
Pero antes de analizar esa tradición y las condiciones que hicieron posible su existencia, son necesarias algunas reflexiones sobre la crisis que atraviesa el país. Es sabido que en la sociedad capitalista las crisis, como lo eran en otros tiempos las epidemias, son inevitables y frecuentes, y que su mayor o menor gravedad depende, en cada país, de la solidez del aparato productivo. En los países subdesarrollados, la crisis es endémica: un estado febril permanente que, de tanto en tanto, atraviesa una fase aguda. En Argentina la crisis es latente, oculta en ciertos periodos de prosperidad que, sin embargo, privaban de sus beneficios a una buena parte de los habitantes. La operación simple con la que los prestidigitadores de la macroeconomía calculaban la renta per cápita no era más que una miserable abstracción destinada al papel impreso. Desde los inicios de lo que los sociólogos consideran la Argentina moderna, a finales del siglo XIX, los ataques de fiebre fueron frecuentes, y no debemos olvidar la gravísima hiperinflación de 1989 provocada por los medios financieros para derrocar al presidente Alfonsín.
La verdadera, la profunda, fue la terrible crisis de los años sesenta, de la que los acontecimientos actuales no son más que el resultado. Entre 1969 y 1982, entre los primeros asesinatos políticos, los primeros episodios de guerrilla urbana y las primeras intervenciones terroristas del Estado hasta la insensata guerra de las Malvinas, el país entero se hundió en una ciénaga de exasperación y de violencia, de corrupción y de crueldad, de odio y de sangre. Igual que las instituciones sin las cuales ninguna sociedad civilizada puede sobrevivir, toda moral fue arrumbada en un obligatorio receso. Se reveló de nuevo apropiada la protesta inmortal de Sófocles: el orden del mundo fue trastocado, porque en esos tiempos, en Argentina, eran los padres los que enterraban a sus hijos. La sociedad argentina, desde sus orígenes, a causa de lo que podríamos llamar, paradójicamente, un constante estado de transición, de desequilibrios estructurales demasiado visibles se ve obligada a administrar continuamente la violencia, sin lograrlo nunca del todo.
En ese terreno de violencia flo-
reció la literatura argentina. La materia misma de nuestros clásicos es la violencia política. De las guerras civiles del siglo XIX salieron esos textos fundadores que son las obras de Sarmiento y de José Hernández. La carrera política de Lugones lo llevó en su prosa del socialismo juvenil a finales del siglo hasta el fascismo en 1930, cuando proclamó, en un panfleto famoso, La hora de la espada. Y las novelas de Roberto Arlt, en los mismos años, están sacudidas por las grandes mitologías del siglo, el fascismo, la revolución social, la angustia de los individuos asfixiados en las grandes ciudades por la alienación capitalista. Un tema insistente recorre la obra lírica de Juan L. Ortiz: la injusticia que introduce la desarmonía en la belleza del mundo. Él, que era el hombre más frágil y bondadoso del mundo, iba preso cada vez que algún tiranuelo decidía meter en la cárcel a los miembros de la oposición. (Los policías encargados de vigilarlo iban por su parte a darle de comer a sus gatos). No hay que olvidar el viraje político de Julio Cortázar, quien descubrió la revolución cubana a principios de los años sesenta, lo que lo llevó a introducirla temáticamente en el corazón mismo de su obra. Esa conversión es sin embargo más conocida que la militancia de Borges. Desde los años veinte, abundan sus intervenciones polémicas, desde una óptica liberal que lo llevó a oponerse al fascismo y al peronismo, y más raramente al comunismo. Pero hay algo más importante todavía: su obra de ficción y su poesía se nutren en muchos casos de la política y, particularmente, de la violencia política. Aun un escritor como Antonio Di Benedetto fue alcanzado por la violencia en 1976, ya que, por negarse a aceptar, en tanto que responsable del diario que dirigía, una orden del poder militar debió soportar un año de cárcel, la tortura y el exilio. Para no hablar de Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Francisco Urondo, y de tantos otros arrebatados por la turbulencia de esos años cuyos rostros, como diría Merleau Ponty, 'se borraron de la tierra'.
Hace ya casi medio siglo, en 1953, Borges dio una conferencia sobre El escritor argentino y la tradición. Ese texto marca el regreso definitivo de su autor de las posiciones nacionalistas que había defendido en su juventud hacia una concepción más universal de la literatura. La conclusión de Borges es correcta pero incompleta; para él, la tradición argentina es la tradición de Occidente, pero parece ignorar las transformaciones que el elemento propiamente local le impone a las influencias que recibe. Hay, además, un punto que debería inducir a la reflexión: la tradición literaria argentina se forjó siempre en la incertidumbre, en la violencia y bajo la amenaza del caos; en muchos casos hizo de ellos su materia. Y es justamente por eso que pertenece a la tradición de Occidente. Cuando pensamos en la historia europea del siglo XX, no podemos ignorar que la magnífica literatura que ha dejado se construyó entre dos guerras mundiales. Algunos autores los ignoran en sus libros, y otros los comentan o los integran. Pero, en tanto que hombres, ninguno pudo sustraerse a esa sucesión de catástrofes.
Algunos pretenden que ante las crisis económicas y sociales los escritores deben abstenerse de escribir, para salir a la calle a expresar su protesta de ciudadanos. Salir a la calle está muy bien, pero no debemos olvidar que lo que hace salir a algunos puede resultarle indiferente a muchos otros. Pero por salir a la calle, ningún escritor verdadero dejaría de escribir; podría decirse que su obstinación inexplicable en seguir escribiendo, sean cuales fueren las circunstancias, es lo que define su condición de escritor. Cada escritor construye su literatura, por íntima que sea, con el mundo que tiene a su alcance; la tajada de vida empírica que alimenta su imaginación es la savia secreta que justifica cada uno de los signos que estampa sobre el papel. A los escritores argentinos les tocó vivir en un país agitado por inacabables conflictos. Y hoy sólo siguen siendo legibles aquellos que se aventuraron en la selva de esos conflictos y fueron capaces de forjar a partir de ellos su propia tradición.
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