Oro negro
Para muchos el oro negro es el crudo líquido que maneja las balanzas de la economía y alimenta los motores que mueven y contaminan nuestro mundo. Pero para Tomàs Tulla, que un día de 1952 arrendó un local en la calle de Aribau de Barcelona, esquina Diputació, la expresión aludía al líquido vivificante extraído de la planta del café, y en su homenaje le puso El Oro Negro al bar que abrió al público en aquel año. 'Entonces el petróleo no tenía tanta importancia', declara Assumpció, hija de aquel emprendedor, que hizo reformas en un establecimiento conocido antes como Los Italianos y que con sus cambios le otorgó, de manera involuntaria, una característica que lo convierte en singular, por no decir único. El Oro Negro tiene su barra situada de espaldas a la calle. Veamos: una barra en forma de u entre las dos puertas del bar provoca que el camarero esté de espaldas a la calle. Así, la clientela controla el ir y venir de las dos puertas. La tal estratégica característica de la barra a Assumpció la trae sin cuidado, sus hijos no parecen interesados en la hostelería, así que, cuando ella se canse, El Oro Negro abandonará a un buen número de clientela, entre fijos, esporádicos y casuales, pero sobre todo dejará huérfanos a un puñado de jugadores de ajedrez.
Por las tardes el local se transforma en polideportivo en el que las 'aperturas catalanas' de ajedrez honran a Tartakower
Porque El Oro Negro, además de ser un bar bien servido, es un club de ajedrez, sin socios pero con parroquia. El carácter polideportivo del local tiene su punto culminante a media tarde. El dómino, la butifarra y el ajedrez se multiplican y los mirones tienen donde escoger. Mientras tanto, los transeúntes se apoyan en la barra de mármol blanco y solventan su consumición de pie; algunos miran de soslayo el trajín jugador de las cartas y el dómino; el ajedrez tiene su capilla en un salón interior, sin puertas pero recogido, al margen de la clientela efímera y curiosa. Echo una ojeada a las partidas en liza -todas las mesas llenas-y mi asesor me señala un par de 'aperturas catalanas', que no es que sea un aperitivo de la casa, sino una jugada habitual en los torneos ajedrecísticos. La 'apertura catalana' es creación de Savielly Tartakower y consiste en lo siguiente, dicho en lenguaje de los escaques: (1. d4, cf6; 2. c4, e6; 3. g3), es decir: peón de dama con fianchetto del alfil de rey.
El ajedrez es el rey de los juegos y trasciende los límites del tablero para convertirse en un ejercicio intelectual complejo, donde nada se resuelve al azar, todo es producto de una calculada batalla, en la que el rey, precisamente, es el objetivo final. El ajedrez es una matemática creativa que requiere una inteligencia estratégica y obsesiva, o al menos eso le parece a un neófito, que a lo sumo sabe enrocarse, algo que Tartakower consideraba como el primer paso para llevar una vida ordenada.
Savielly Tartakower, polaco de adopción -más tarde francés-, de lengua rusa, de padres judíos y bautizado católico, fue un singular gran maestro internacional de ajedrez. Doctor en Leyes por la Universidad de Viena, traductor de poesía rusa al francés y al alemán, guionista de cine y autor de libros como La partida hipermoderna de ajedrez y Ajedrez neorromántico. Héroe de la Résistance y dilapidador en los casinos, como ajedrecista fue un innovador sorprendente y un investigador minucioso de los viejos sistemas. Los que le conocieron, como el inolvidable Capablanca, sabían de su carácter refinado y susceptible. Precisamente coincidieron en el Torneo Internacional de Barcelona de 1929, donde Tartakower presentó su 'apertura catalana'. José Raúl Capablanca Graupera, cubano de origen catalán y e00strella de la época, conocía tan bien a Tartakower que jamás se atrevió a ofrecerle tablas, siempre jugó hasta el final, para no ofender a su adversario y para volver a ganarle, que es lo que acostumbraba a hacer Capablanca con Tartakower y con todo bicho viviente que osara plantar peones frente a él. En aquel torneo de la Exposición Internacional del 29, el cubano alcanzó el primer lugar y Tartakower fue el segundo. Como él mismo decía, 'en ajedrez siempre gana el que comete el penúltimo error'.
El Oro Negro, como las buenas bodegas, sabe hacer de la mugre de los días una pátina acogedora de bar de pueblo, de casino popular. La señora Assumpció a veces sueña que sirve el último tintorro, cierra la máquina de café y baja la persiana, dejando atrás la barra de mármol y a toda la pandilla de ludópatas, que hacen más ruido que gasto. 'Un día vino aquel señor que dicen que es cronista de la ciudad y tiene unos bigotes. No estaba yo para nada'. Tiene razón la señora. En cuanto te viene un cronista, igual detrás van los del Ayuntamiento. Los mismos que le cerraron la ventana que comunica la barra con la calle. Antes también se servía desde la ventanilla, pero ahora las autoridades no permiten despachos semejantes. Si Tartakower hubiese sido legislador, probablemente habría creado la excepción inteligente, algo que proyectaría la apertura catalana sobre nuestras cabezas. Total que la ventana está cerrada. Y la terraza queda solitaria y vulgar en la calle, como la de todos los bares del Eixample, con vistas a la carga y descarga y al tránsito constante.
En la calle de Aribau-Diputació recalan vagabundos y ejecutivos de camino del centro hacia el Eixample o viceversa. También se detiene algún visitante de las librerías de viejo de la zona, que es gente huraña que va a la suya con eso de la bibliofilia. Pero los jugadores de ajedrez son la mayoría silenciosa. El jugador necesita un contrincante y eso lo socializa, así que sin remedio entra en El Oro Negro y busca, como los pistoleros del Oeste, el brillo de una mirada desafiante.
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