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Columna
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Aún no se ha ido

Diez años hace que murió y continúa vivo. Diez años de una ausencia que no se percibe porque está presente en los sonidos de la música nueva cuando el siglo XXI arranca su carrera. Diez años en los caminos del olvido que con él no se cumplen. Ni siquiera la grotesca historieta de la llave que le concedieron póstuma ha logrado enturbiar la limpia y tan generosa estela de su voz quejándose.

En el tiempo Camarón abrió puertas y por él llegaron al flamenco públicos nuevos. Era en el reinado de Antonio Mairena, cuando había establecido un nuevo orden, de seriedad en la pretendida dignificación del género, como si estorbase todo rastro de encanallamiento nocturno, aunque el maestro de los alcores disfrutara tanto, puesto en su gusto, cantando fandangos a las horas del alba.

La vieja guardia de los entendidos nunca lo quiso, pero él consiguió arrimar a la juventud

La afición oficial se aglutinaba en reducidos núcleos intelectuales y en las peñas, depositarias de la verdad dominante. Y él, que desde chico fue un viejo sabio, consiguió arrimar a la juventud que no entendía pero era capaz de sentir y disfrutar muchísimo con su voz, tan dulce y tan amarga. Y estableció su herejía desde la observación del canon interpretado a su modo, según la fascinante razón de su garganta.

Cuando todos los demás, con los grandes incluidos, hacían tiradas escasas de sus discos, Camarón rompió el mercado y multiplicó las ventas; y accedió a escenarios que atraían a multitudes, con fervor y algo de encantamiento, que las gitanas enjoyadas y felices le acercaban a sus churumbeles para que se los tocase.

Claro que eran seguidores suyos no del flamenco todo. Fieles apasionados de su estética natural, de su quejío con el metal tan fino que tenía, capaz de abrir, como dijo el verso de Federico García Lorca a propósito de Silverio, el azogue de los espejos y pasar por los tonos sin romperlos. Pero la vieja guardia de los entendidos nunca lo quiso ni lo disfrutó, pese a que él mismo fuese un rastreador de tenaz empeño, y curioso por conocer la herencia.

Venía de cantar en las rodillas de Manolo Caracol, siendo un niño y ya buscándose la vida por gusto y no por necesidad, por la afición a su trabajo tan enorme y tan constante, enamorado pertinaz de lo más rancio aunque su imagen fuera rompedora, frágil y a la vez de inmenso poderío.

Sin ser compositor de nada trascendente, su mito y su cabal importancia histórica se asientan en la capacidad de interpretar absolutamente maravillosa que tenía. Carácter tiene de eslabón dorado en la cadena de trasmisión de los cantes flamencos, compartido por un puñado escaso de artistas colosales, míticos, como Pastora, la de los Peines...

Era conservador y era rebelde. Era sencillo como el pan y distinguido como un príncipe en el reino de la belleza. Era un elegido de los dioses del bien y de los dioses del mal que lo sostuvieron, siempre como un vencedor y como un vencido. Siendo vanguardia su concepción del cante procedía directamente de lo antiguo. Siendo distinto, su originalidad se basaba en las reglas más comunes del compás, inseparable de la expresión cabal del ritmo.

Tuvo y tiene la grandeza de quienes alumbran señas que excitan y reconfortan a un tiempo. Entonces cuando fue luz y sombra, y ahora, diez años después de haberse muerto. Está en el mundo su legado, que no aminora, y el eco de su melancolía sigue contagiando amargura y transmite ternura y armonía y júbilo, como una imponente descarga de energía sublime, que vino a la vida mucho antes de ser y aún no se ha ido.

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