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Columna
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Extraño en mi tierra

O de cómo Miranda es parte de nuestro territorio interior. Tradicionalmente 'Miranda' o 'el Ebro' han simbolizado para el nacionalismo vasco una frontera no sólo geográfica, sino espiritual: de Miranda para abajo, se dice, las cosas de aquí son vistas de manera muy distinta y esta distinta visión de las cosas no se explica sólo por la maledicencia o la manipulación interesada, sino porque aquí y allí funcionan códigos simbólicos inconmensurables, de imposible hermenéutica para quien no pertenece a la comunidad de diálogo. Recientemente el obispo auxiliar de Bilbao explicaba que la maleada pastoral estaba pensada y escrita para ser leída y comprendida exclusivamente desde el País Vasco -'La situación aquí no se ve igual que en Madrid. Nosotros eso lo sabemos y hablamos sobre todo para el pueblo vasco. Somos de aquí y hemos hablado para la gente de aquí'-, olvidando que la mayoría de las voces críticas que se han alzado a propósito de la pastoral, desde luego las más razonadas y consistentes, han surgido del seno de la comunidad cristiana de Euskadi. Por su parte, los responsables de los sindicatos nacionalistas no han dejado de insistir en que el único sindicalismo vasco es el que hizo huelga el 19, olvidando que quienes pararon el día 20 en Euskadi lo hicieron respondiendo a la convocatoria de sindicatos igualmente vascos. Y así, habremos sido muchos los vascos y las vascas que nos hemos sentido estos días extraños en nuestra tierra, habitantes de una nebulosa terra incognita ajena a la realidad vasca.

Este imaginario, que ha sido una constante en la mentalidad nacionalista, no ha impedido sin embargo que el nacionalismo vasco gobernante haya desarrollado su acción política desde claves básicamente cívicas. Bien es cierto que tal cosa ha sido posible en un contexto de nacionalismo sociológico, hoy puesto en cuestión. Tal vez por eso en los últimos tiempos esta idea de la irreductible especificidad vasca está conociendo un preocupante reverdecimiento, alimentada no sólo por la pulsión etnicista que todo nacionalismo (todo) porta en su seno, sino por un cada vez más esperpéntico club de amigos de los vascos, lo mismo da españoles que italianos, que se muestran estusiasticamente dispuestos a luchar hasta el último vasco en contra de España. Me preocupa este planteamiento nefasto que traza la frontera del nosotros en el límite del acuerdo con una determinada visión de la realidad, que expulsa cualquier crítica más allá de la comunidad de iguales y que confunde la unidad de pensamiento con la delimitación de un territorio donde la complicidad y el consentimiento son lo más natural del mundo.

Zygmunt Bauman ha reflexionado sobre las distintas condiciones en las que se construyeron en el pasado los Estados-nación clásicos y aquellas en las que se constituyen en la actualidad las soberanías nacionales. La construcción de los Estados-nación modernos, como España o Francia, se basó en una estrategia antrofágica, es decir, en la asimilación violenta de la diversidad. Eso sí, convenientemente olvidados los tormentosos y sangrientos orígenes de los Estados-nación, los vencedores del proceso escribieran la historia en clave de progreso civilizador. Hoy, en cambio, esta estrategia se torna inviable o, cuando se intenta, resulta horriblemente inaceptable. Por eso la antropofagia es sustituida por la antropoemia, por la separación y el descompromiso mutuo, por la expulsión cultural o física más allá de la frontera de la comunidad nacional de ese Otro radicalmente inasimilable. De ahí su conclusión: 'Para los Estados que están surgiendo ahora, una política de asimilación forzosa y la represión de tradiciones, recuerdos, costumbres y dialectos locales ya no es una opción factible ni viable. Hemos entrado en una época de la limpieza étnica como principal expediente de una estrategia de construcción de naciones'. Principal, que no exclusiva: resulta aterradoramente sencillo pasar de la antropoemia a la antropofagia, de manera que el enterramiento se constituye en alternativa al desplazamiento.

Es muy cómodo mantener la ficción de que la discrepancia es un fruto venenoso que sólo crece allende el Ebro. Es muy cómodo, pero muy irresponsable.

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