El estado de alarma suave
Como todo el mundo sabe, el Estado de Derecho es un gran invento jurídico pensado para limitar el poder del Estado y garantizar la libertad de los ciudadanos. Su inacabable catálogo de técnicas de defensa de los derechos fundamentales tiene muchísimas ventajas que, sin embargo, en momentos excepcionales pueden dificultar la supervivencia del Estado mismo ya que no permiten actuar a sus defensores armados (ejército y policía) con toda su fuerza y eficacia. Por eso, nuestra Constitución ha establecido unos estados de excepción en los que se pueden suspender ciertos derechos y atribuir a las fuerzas de seguridad poderes extraordinarios con el fin de facilitar una eficaz represión de los enemigos de la democracia. Después de la traumática experiencia del 23-F, las Cortes se apresuraron a desarrollar este punto de la Constitución mediante la aprobación de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio. Sin ánimo de ser muy precisos, se puede decir que lo característico de todos ellos es que el Gobierno debe proclamarlos expresamente con la aceptación del Parlamento.
El Gobierno tomó una serie de medidas que alejaron a Sevilla de una situación ordinaria en el ejercicio de las libertades públicas
El Gobierno de Aznar tiene una tendencia continua a orillar a las Cortes en asuntos especialmente sensibles
Afortunadamente esta Ley Orgánica nunca se ha aplicado porque no se han producido hechos excepcionales que lo justificasen. Sin embargo, sí que ha habido situaciones delicadas que han aconsejado al Gobierno tomar decisiones que estaban en su límite, comenzando por varias catástrofes naturales de importancia. La reunión del Consejo Europeo en Sevilla se ha presentado también como un momento delicado en el que grupos violentos podían atentar contra los derechos fundamentales de los ciudadanos. Para combatirlos, el Gobierno tomó una serie de medidas que suavemente alejaron a Sevilla de una situación ordinaria en el ejercicio de las libertades públicas. Así, se suspendió temporalmente el Acuerdo de Schengen, se desplazó una ingente cantidad de policías, se dificultó la libertad de circulación instalando vallas de seguridad y frecuentes controles policiales, especialmente intensos en los alrededores de la Universidad Pablo de Olavide; se complicó el derecho de manifestación al no admitir el delegado del Gobierno el itinerario propuesto por el Foro Social para el día 22 (el mismo seguido en la manifestación del pasado 9 de junio) y se debilitó la imagen de una justicia independiente, tanto por la más que discutible sentencia del Tribunal Superior sobre esa manifestación, como por el traslado de los juzgados de guardia a dependencias policiales durante seis días. Esta decisión se ha revelado especialmente polémica porque no parece que los jueces de instrucción de Sevilla la tomaran de muy buen grado, como demuestra que la rechazaron unánimemente la primera vez que se lo propuso el delegado del Gobierno, y en la segunda lo hicieron por mayoría, después de escuchar al Presidente del TSJA y sabiendo que el Consejo General del Poder Judicial estaba presto a ratificarla.
Sería completamente exagerado decir que un conjunto de medidas como esas, con una vigencia temporal limitada, supone un ataque frontal a las libertades y mucho más afirmar -como han dicho algunos portavoces políticos- que han puesto a Sevilla en estado de sitio. Pero es evidente que son medidas de seguridad tan especiales que configuran un estado de alarma suave o atenuado, no previsto en la Constitución. El Gobierno las ha justificado alegando el riesgo de un atentado terrorista y la llegada de unos tres mil activistas violentos y haciendo afirmaciones un punto farisaicas sobre la independencia del Poder Judicial para ubicar temporalmente, al amparo de un humilde Reglamento del Consejo del Poder Judicial, la sede de los juzgados de guardia en dependencias policiales. Ahora bien, además de esa fundamentación por las circunstancias fácticas, en un Estado democrático se debe buscar una fundamentación institucional en los representantes de la soberanía popular, las Cortes Generales, para adoptar una serie de medidas que, en su conjunto, poco difieren de uno de los estados excepcionales previstos en la Constitución, aunque sólo fuera la derivada de solicitar previamente una comparecencia del ministro de Interior en la Comisión correspondiente para explicarlas.
Se me podrá objetar que el resultado práctico, dada la mayoría absoluta del PP, hubiera sido el mismo; pero no es una objeción válida: no sólo porque las formas son consustanciales a la democracia, sino porque no se puede hurtar a la minoría la posibilidad de discutir públicamente las razones de la mayoría. Y el Gobierno tiene una tendencia continua a orillar a las Cortes en asuntos especialmente sensibles, como muy bien demuestra este caso y otro mucho más relacionado con el terrorismo: en nuestra participación en la reciente Guerra de Afganistán no sólo las Cortes no dieron su autorizaron (exigida por el artículo 63 de la Constitución), sino que ni siquiera se produjo -a diferencia de otros Estados democráticos, incluidos los EE UU- un debate en el Congreso en el que de alguna forma más o menos explícita se hubiera sustituido la traumática declaración de guerra por una autorización para mandar tropas a luchar contra los terroristas de Al Qaeda. Ojalá que esta tendencia gubernamental no se haga tan frecuente que termine convirtiéndose en costumbre.
Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.
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