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Columna
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Inmigración (I)

La inmigración es objeto últimamente de un discurso de máximos, de extremos generalizadores, estruendosos y alarmistas. Va a convertirse en 'el tema del siglo' se nos dice, y también que es la primera preocupación de los europeos. Semejantes proporciones dejan el espacio mínimo de cualquier columna reducido a nada y aconsejan un tratamiento en más de un capítulo.

Empezaré éste por una constatación de principio. El mundo está lleno de hambrientos que están dispuestos a cualquier cosa, como es natural, para remediar su situación y de las sus familias. Y en el cualquier cosa cabe el jugarse la vida en una colchoneta en noches de fuerte marejada; vivir hacinado en un cuchitril; trabajar por dos duros; padecer explotaciones mafiosas, y amenazas, cuando no, vapuleos xenófobos. 'Cualquier cosa' es mejor que quedarse; 'lo que sea' con tal de escapar de las miserias, trenzada, obstinadamente plurales.

¿De qué habla pues Europa cuando dice que la inmigración es su principal inquietud? La repuesta me parece evidente. A Europa lo que le preocupa son las consecuencias, no las razones de esa miseria extrema; mucho más el cómo contener la entrada 'desordenada e irregular' de inmigrantes, escapados del hambre, que el cómo frenar adecuadamente la salida de sus países. De lo contrario, las fortunas colosales que está gastando en amurallarse, en controlar sus fronteras -pronto este control contará con policía específica, aviones espía y hasta satélites Galileo-, y la energía centrada en abrir el grifo -a goteo o a chorro- de los discursos tibios, incluso turbios, incluso decididamente sombríos en esta materia; todo ese dinero y esa energía los destinaría al desarrollo de los países 'productores' de inmigrantes, a la creación de condiciones para que estos pudieran quedarse allí, o al menos, para que el porcentaje de los que necesitaran salir no comprometiera el propio futuro de sus comunidades.

Ese es el núcleo del asunto. El hueso del fruto de la inmigración del que, sin embargo, casi no se habla; la mayoría de los argumentos no lo alcanzan, se quedan en los bordes: básicamente en la crónica de sucesos que la llegada de extranjeros provoca y en las cuentas de entrada y de salida de personas, es decir, en la separación política y económica entre los inmigrantes imprescindibles y los desechables.

La línea ideológica que se está imponiendo en Europa, y de la que el gobierno Aznar es un perfecto, es decir, compacto y desmatizado resumen, reduce la inmigración a esa ecuación matemática y a esa ausencia. La ecuación es elemental, sin incógnitas: 'nuestras economías necesitan braceros; que vengan, pues, pero los justos; y además que sean lo más blancos posibles, porque hoy, afortunadamente, hay donde elegir; que ya nos encargaremos de justificar esa discriminación de algún modo, subrayando, por ejemplo, todo lo que les une a nosotros y que esa afinidad facilita las relaciones con la ciudadanía'.

La ausencia tiene que ver con la exclusión deliberada de ciertos argumentos del debate sobre la inmigración. Del olvido, concienzudo, de cuál ha sido la contribución europea al subdesarrollo de los países de donde salen hoy los emigrantes. Cuál, la responsabilidad de Europa en la colonización de esos países míseros; en la explotación indiscriminada y exhaustiva de sus recursos vitales; en el apoyo a los gobiernos totalitarios de muchos de ellos -producimos y vendemos entre otras cosas las armas que los sostienen o los derrocan cuando se tercia-. Del olvido, sobre todo, de la estrechísima relación que existe entre nuestra opulencia y su pobreza. Contribuir al desarrollo político, cultural y económico de estos países sería iniciar otro orden, basado en el intercambio equilibrado y en el reparto. Significaría cambiar el mundo.

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Este es el debate central. No habría que olvidarlo; para cambiar, además el signo de nuestra inquietud; para alejarla de ellos y acercarla a nosotros, originadores, a fin de cuentas, oriundos del desastre. (Continuará)

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