Alquézar, brisa del Somontano
Una preservada villa medieval en la sierra oscense de Guara
Habrá otro paraíso en la tierra?', dice Pedro Saputo cuando observa el hermoso tapiz que se despliega en la falda de la sierra de Guara y recibe el nombre de Somontano. Aunque poco conocida, la Vida de Pedro Saputo, de Braulio Foz, es una de las obras clásicas de la literatura aragonesa. Su protagonista, un andarín sentencioso, cervantino, anticlerical y zumbón que acabó incorporándose a la imaginería popular, recorre gran parte de la actual provincia de Huesca y se detiene en muchos de sus pueblos para hablar con sus gentes y transmitirles su fe en la razón y el progreso. Por Alquézar pasa dos veces. La primera, formando parte de una tuna. La segunda, ya solo, cuando quiere examinar con más detenimiento las antigüedades y obras de arte que en su anterior visita sólo ha vislumbrado. Es en este segundo viaje cuando Saputo asciende a las cercanas cumbres de la sierra de Guara y se pregunta a sí mismo si existe en la tierra un paraíso similar.
El paisaje del Somontano está hecho de fértiles vegas y sombras apacibles, de viñedos armoniosamente delineados, de suaves colinas en las que el gris del olivo matiza el verde de la carrasca y el almendro: un paisaje, por tanto, muy similar a las representaciones clásicas del paraíso. Pero la osamenta de piedra del terreno pugna aquí y allá por hacerse visible, y el lienzo se desgarra de pronto en angostas gargantas e imponentes peñascos, en altas paredes cuya verticalidad lleva a pensar en la plomada de un albañil imaginario.
Brisa refrescante
No parece casual que los cañones de estos ríos (el Alcanadre, el Vero) se hayan convertido en lugares de peregrinación para los aficionados al barranquismo: te sientas en cualquier sitio y, mientras la brisa de la tarde te refresca, los ves avanzar en fila india, con sus trajes de neopreno y sus relojes sumergibles. Hace 40 años, en una época en la que España no estaba para pensar en excursiones, la abrupta majestad de estos parajes deslumbró a una docena de belgas y franceses amantes de la naturaleza. Eran los años de la emigración. Algunos de aquellos pioneros compraban las casas que los lugareños abandonaban. Las compraban por cuatro perras, pero al menos las arreglaban: quién sabe cuántas de esas casas habrían acabado desmoronándose. La huella que esos hombres dejaron no se ha borrado del todo: en Rodellar, por ejemplo, se oye hablar en francés tanto como en español, el cartel que prohíbe lavarse en la fuente está redactado en ambos idiomas y la única plazoleta que tiene nombre celebra la memoria de un señor llamado Pierre Minvielle.
También en Alquézar las fondas se llaman auberges. No hace falta saber mucho de etimología árabe para deducir que un al-Qasr o fortaleza, la actual colegiata, preside la villa. Se trata, en todo caso, de una fortaleza soberbia, el castillo que en el siglo IX fundaron los Banu-Jalaf, en el XI fue conquistado por el rey Sancho Ramírez y en el XII se convirtió en cabeza de un extenso priorato; ahí están, sin duda, las antigüedades y obras de arte que interesaron a Saputo. Sobre el antiguo claustro hay una galería abierta desde la que se ve el río Vero dibujando en la piedra un amplio signo interrogativo, y, si se observa con atención, seguro que se acaba descubriendo alguno de esos grupitos de excursionistas que recorren en fila india las gargantas. Tiene Alquézar una plaza antigua en la que apetece sentarse y, como en esos viajes de la infancia en los que el maletero del coche terminaba convertido en una despensa, hacer recuento de las compras hechas en localidades cercanas: queso de Radiquero, aceite de Bierge, tomates de Barbastro, aguardiente de Colungo... Fue precisamente en Colungo, un pueblecito muy cercano a Alquézar, donde aprendí una acepción de la palabra brisa que desconocía. Era así como el dueño de la pequeña destilería local llamaba al hollejo que introducía en el alambique: nada que ver, por tanto, con la brisa de Rodellar.
Memorias
Pero he empezado hablando de paraísos y no puedo dejar de decir que quien se llevó una impresión bastante poco paradisiaca de la comarca fue Josep Maria de Sagarra, que en 1918 viajó a Barbastro para apoyar la campaña electoral del candidato local del partido de Cambó. En sus memorias describe la capital del Somontano como una ciudad necesitada y poco amena, y se extiende en detalles sobre la incomodidad y escasa higiene de la fonda en la que hubo de pernoctar y sobre la extrema abundancia de las 'feudales' comidas con que fue agasajado; el episodio, que acabó en desastre electoral, no tiene desperdicio. Las cosas, sin embargo, han cambiado en estos más de 80 años, y Barbastro, con sus casi 15.000 habitantes (en una zona cuya población media no pasa de las 300 almas por pueblo), tiene algo de pequeña gran ciudad, hacendosa y próspera, con una prosperidad a la que no son ajenos los celebrados vinos de la comarca. El nuevo Barbastro encierra al antiguo como protegiéndolo de posibles intrusos, pero vale la pena hacer una nueva parada y pasear bajo los porches de la plaza del Mercado antes de comprar unas botellas de somontano con las que rellenar los últimos huecos del maletero.
GUÍA PRÁCTICA
- Hotel Villa de Alquézar (974 31 84 16). Pedro Arnal Cavero, 12. Alquézar. Antiguo caserón. La doble con desayuno, 43 euros.
- Restaurante Monclús (974 31 81 20). A la entrada de Radiquero. Recomendable el volován de merluza y el sorbete de orujo. Unos 20 euros. - Casa Gervasio (974 31 82 82). Pedro Arnal Cavero, 13. Alquézar. Raciones abundantes. Menú, 21 euros.
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