Un viaje hacia la infancia
Konrad Lang es el nombre del hombre al que en Qué pequeño es el mundo, la novela de Martin Suter, le atravesará ese olvido que lleva la muesca del mal de Alzheimer. Y es desde esa oscura amnesia, que arrincona el presente y reverdece ráfagas de la primera memoria de la infancia, desde la que el autor desarrollará un escenario de flashbacks para redondear una historia de traición y sumisión que contiene un enigma. Suter, nació en Zúrich en 1948, y esta novela forma parte de lo que él denomina 'trilogía neurológica'.
De la memoria que se pierde irremisiblemente trata el texto, de olvidar que se olvida, pero también se señala en él a aquellos memoriones que comienzan a sentir desconcierto pues sólo guardan noticia efímera del presente. Y está el enojo que esto les provoca, pues no hallan en el recuerdo de su niñez los tesoros que aún quedan por descubrir. Y está el miedo, pues en el pasado que se revela está la oscuridad y el ocultamiento. En el texto, Suter irá fraguando el retrato de una poderosa y rica familia de Suiza, y lo hará con los retales nítidos del que olvida, aquel que, aun sin saberlo, no halla más que en los primeros surcos de infancia motivos para encontrarse. Konrad Lang tiene 65 años, pero le veremos joven, pues su mano recobrará el tacto en la piel de la primera mujer que amó; y será un niño y sabrá de escondites en un jardín inmenso y le llegará también ese miedo especial que sólo es posible en la infancia: el de que el temor a la oscuridad no es tan fuerte como el pánico a encender la luz.
QUÉ PEQUEÑO ES EL MUNDO
Martin Suter Traducción de Helga Pawlowsky Ediciones del Bronce Barcelona, 2002 338 páginas. 17,75 euros
Qué pequeño es el mundo es
el título de la novela, pero también es esa frase que el protagonista y algunos enfermos de Alzheimer repiten ante las caras de siempre que comienzan a desdibujarse. 'Qué pequeño es el mundo', se escucha. Es un modo de ocultar ante uno mismo y los demás la incipiente desmemoria. Pero tal vez en esas palabras, 'qué pequeño es el mundo', esté contenida una revelación. Quizá la contraseña, el modo de definir a la memoria como el lugar de todos los encuentros, una fiesta multitudinaria en la que para invitados y anfitrión el tiempo no existe, pues allí están mezclados y sin orden cronológico tanto quienes conocimos como ese saco que arrastramos y que contiene desde un gesto malhumorado hasta una mirada cómplice que se quebró en un encuentro. O también una traición adolescente que determina cualquier relación futura, la sal del mar en un preciso día de verano, o la velocidad exacta a la que circulábamos un atardecer por una gran ciudad.
Martin Suter, cuyo padre padeció el mal del olvido, utiliza la memoria y su pérdida para hacer un particular viaje hacia el pasado y así aclarar los movimientos de los personajes del presente. En esta novela, ese recorrido nos va llenando de intriga y cuanto más desvela, más deseos tenemos de conocer. Mantiene la tensión hasta el final. Incluso inquieta, aunque en la lectura distraigan de la esencia de su historia las secuencias de novedosas aportaciones médicas y su experimentación. Son las palabras más opacas las que más dicen, como esas que Konrad Lang hombre pronuncia como niño: tomitomi, konitomi, tomikoni. Ahí, el protagonista hace su travesía particular hacia el lugar más lejano de su infancia, y con él arrastra a quienes permanecen varados en el presente. Lang ha perdido su memoria pero la va cediendo a otros. Para pavor, naturalmente, de ellos.
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