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La inmigración como sofisma, la xenofobia como realidad

Estamos viviendo una fuerte acentuación de lo que ha sido el error más grave de las políticas de inmigración de las últimas décadas: reducirlas a una cuestión de orden público o de control policial; error que nos sumerge cada vez más en la incapacidad para abordar el asunto desde la perspectiva de la cohesión social y la integración ciudadana. Todas las noticias que nos llegan desde las instancias gubernamentales europeas transmiten la idea de que la inmigración es el mayor problema que tiene Europa y que la lucha contra la inmigración ilegal es una de las mayores prioridades. El Consejo Europeo de Sevilla está destinado a centrarse en esta prioridad, y con este mismo objetivo se están justificando algunas de las reformas legislativas más recientes (Dinamarca, Italia) y otras que se están anunciando (España).

No cabe duda de que debe lucharse por cambiar las formas actuales de inmigración canalizadas por vías ilegales. No vamos a insistir en este artículo en lo que hemos explicado otras veces: que la lucha contra la entrada ilegal no puede hacerse sólo con medidas policiales, exige también la apertura de cauces accesibles de entrada legal; aunque ciertamente también ha de haber una actuación policial más eficaz contra quienes gestionan y hacen el gran negocio de la inmigración ilegal. Por tanto, no estamos en contra de que la lucha contra la inmigración ilegal sea un aspecto importante de la política migratoria, pero los medios policiales y de coordinación intergubernamental necesarios para ello pueden articularse sin tanto discurso político sobre el tema y sin las reformas legislativas que se están haciendo. Hay algo más detrás de todas estas actuaciones.

De entrada hay que preguntarse, si el problema es la inmigración ilegal, por qué las reformas legislativas se están centrando en reducir los derechos y precarizar la situación de los residentes legales. En Dinamarca, la nueva ley introduce mayores plazos y dificultades para que los residentes legales adquieran el permiso permanente, para que adquieran la nacionalidad danesa y para que ejerzan el derecho a la reagrupación familiar. En Italia, los residentes legales serán sometidos a una toma de huellas dactilares de la que los italianos están exentos, se les recorta la duración de los permisos y se les somete a la amenaza de expulsión por pérdida del empleo. En España, se nos anuncia también que el derecho a la reagrupación familiar va a sufrir recortes. ¿Qué utilidad tiene todo esto en la lucha contra la inmigración ilegal, o en la regulación del flujo de entrada? Ninguna. Salvo que se esté queriendo decir a quienes aspiran a emigrar que 'os vamos a tratar tan mal, incluso aunque seáis legales, que es mejor que no vengáis'. Pero, en todo caso, este mensaje hace más daño a la inmigración legal que a la ilegal.

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Por otra parte, lo que se presenta como justificación de este endurecimiento del discurso político y de las leyes sobre la inmigración es un supuesto riesgo de invasión que padece Europa: 'Aquí no cabe todo el mundo' (Aznar), 'Europa está llena' (Le Pen, Fortuyn). Es decir, el flujo de entrada de inmigrantes parece ser el meollo de la cuestión. Pero ¿estamos realmente ante un aumento de la inmigración que en sí mismo hubiese de ser motivo de preocupación? Veamos. Los últimos datos sobre residentes extranjeros en los Estados de la UE, dados el mes pasado por Eurostat, dicen que a finales de 2000 (no hay datos más recientes) había 18.692.100 residentes extranjeros; los datos de finales de 1998, dados por SOPEMI (OCDE) y Eurostat, dicen que había 18.979.000. Es decir, lo que los datos nos dicen (¡oh, sorpresa!) es que la inmigración no aumenta. Sabemos que el hecho de que las cifras no aumenten no quiere decir que no entren inmigrantes; quiere decir que las entradas se compensan con las salidas (algo que también existe y se tiene poco en cuenta) y con el volumen de personas que van adquiriendo la nacionalidad. También sabemos que esas cifras no incluyen la entrada irregular de inmigrantes, pero esto es así desde que Europa cerró las puertas a la inmigración legal, hace casi treinta años, y ha podido comprobarse que el posterior acceso a la legalidad de esas personas sólo genera un crecimiento moderado de las cifras de residentes (con algunos momentos de mayor crecimiento como el que vivieron los países centroeuropeos a principios de los noventa o el que ha vivido España en los últimos dos años). Las cifras reales, en definitiva, no permiten afirmar que haya un crecimiento desmesurado de la inmigración, aunque la imagen de las pateras y los barcos cargados de inmigrantes provoquen esa impresión.

Así pues, si la inmigración neta no es algo que crezca significativamente en el conjunto de Europa, ¿qué es lo que crece? Lo que realmente crece de forma alarmante es la xenofobia. Y es aquí donde está la explicación de las actuaciones de algunos gobiernos en torno a este tema. En Europa tenemos una extrema derecha de creciente influencia que ha basado su discurso en la estigmatización de los inmigrantes, lo que, apoyado sobre los problemas reales que tiene nuestra sociedad (merma del Estado del bienestar, desorientación ante el proceso de globalización, etcétera), ha generado un importante desplazamiento de la opinión pública hacia posturas xenófobas. El resultado es que actualmente se ganan más votos hablando de expulsar a los inmigrantes que hablando de sus derechos y su integración social.

Frente a tal realidad, los partidos políticos democráticos tenían dos opciones. Una sería la de intentar cambiar este estado de opinión combatiendo firmemente el discurso de la extrema derecha, opción que daría a la larga el resultado buscado a favor de la democracia, pero que a la corta podría comportar pérdida de votos para el partido que la asumiese. La otra es la de no preocuparse excesivamente por la salud de nuestra democracia, y tratar de obtener votos presentándose como 'más firme que nadie frente a la amenaza de la inmigración'. Esta segunda es la opción que muchas de las fuerzas políticas gobernantes han hecho. Lo grave es que, al apuntarse a tal opción, están reforzando el discurso de la extrema derecha, convirtiéndolo en el hegemónico y casi en el único que llega a la opinión pública.

Algunos gobernantes lo han dicho así: 'No podemos dejar el discurso sobre la inmigración en manos sólo de la extrema dere

cha', pero lo que no se han planteado es que lo que ha de cambiarse es el propio discurso. Para no dejar espacio a la extrema derecha, han optado por no ser beligerantes contra sus planteamientos y han acabado por decir exactamente lo mismo que ella; ahora ya es muy difícil distinguir entre lo que dicen Aznar, Blair o Berlusconi de lo que dicen Haider o Le Pen. Por lo que se refiere a nuestro país, la cosa es aún más grave, porque aquí aún no hay una extrema derecha que rentabilice electoralmente las posiciones xenófobas, lo que indica que el Partido Popular ha decidido evitar su desarrollo asumiendo directamente su papel en este tema. La insistencia con la que han estado identificando inmigración con delincuencia y la reforma planteada de la ley de Extranjería así lo indican.

El Partido Popular hizo su primer ensayo en esta dirección en las anteriores elecciones generales con su campaña contra la anterior ley de Extranjería (4/2000), y comprobó que en lugares como Almería, donde el tono de sus manifestaciones xenófobas había sido mayor, los resultados eran buenos. Ahora, a la vista de lo que ha pasado en las últimas votaciones de otros países europeos, y ante la perspectiva de nuestras nuevas consultas electorales (municipales, Andalucía), vuelve a la carga con una nueva reforma de la ley. Como la reforma anterior, no resolverá ninguno de los problemas que en relación con la inmigración se están planteando (de formas de entrada, de acogida, de inserción laboral, de discriminación, de integración social, de convivencia), ni reducirá el flujo de entrada irregular de inmigrantes, pero mostrará esa mano dura que tan buenos resultados da electoralmente. Aunque será, eso sí, al precio de aumentar la xenofobia en nuestra sociedad.

Paralelamente a este anuncio de la reforma de nuestra Ley de Extranjería, el Gobierno ha preparado el Consejo Europeo de Sevilla con la inmigración como tema estrella, centrando el debate sobre los aspectos policiales y las medidas regresivas. La propuesta de retirar los ya escasos fondos de cooperación que Europa aporta para el desarrollo de los países más pobres si éstos no toman las medidas sobre inmigración que desde aquí les marquemos sólo puede calificarse como inmoral. Pero, además, la pretensión de que en Sevilla se visualice la inmigración como 'el gran problema de Europa' es otro acto más a favor de la xenofobia. Por suerte, la convocatoria de huelga general hecha por CC OO y UGT para la víspera de ese Consejo pone en evidencia que la población tiene otros problemas mucho más serios, provocados por el propio partido del Gobierno, que nada tienen que ver con la inmigración.

Miguel Pajares es miembro del Ceres (centro de estudios de CC OO de Cataluña) y experto del Comité Económico y Social Europeo para temas de inmigración y asilo.

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