La tostada
Primer sobresalto de la mañana servido con la tostada: un mensajero ha traído una de esas cartas cuya rigidez advierte lealmente que no interesa nada el contenido. A pesar de ello, es muy temprano y la abro; es de una fundación con sede en Barcelona y apeadero en Madrid. Comienza así el incordio: 'Habiendo detectado un error en el mailing de la Newsletter n. 11...'. La descarga de adrenalina me impide continuar, porque apenas sé qué es un mailing, y no acierto a vislumbrar la Newsletter de marras. Decido que, sean lo que sean, no me importan un pepión, como decían nuestros ancestros medievales, ni la Newsletter ni esa fundación de pujos culturales que, apenas abres sus cartas, te lanza a la cara un par de morradas.
Quería pasar por alto ese 'habiendo detectado', pero no he podido: el correo urgente me trae otra carta en que, desde una oficina, se me advierte que, en una factura, al convertir las pesetas en euros, se ha detectado un error. No puedo, pues, hacerme el distraído ante este tosco anglicismo que, como ocurre con todos ellos, apenas izada su bandera en territorio léxico ajeno lo ha subyugado.
Es curiosa la infiltración de este vocablo, que acogió el Diccionario académico en 1970 como derivado del latín detectus, 'descubierto', con el significado de 'poner de manifiesto por métodos físicos lo que no puede ser observado directamente'. Resulta claro: se trataba de un tecnicismo, casi ausente del lenguaje común. En 1984, la Academia corregía la limitación anterior, para añadir lógicamente que también los métodos químicos pueden emplearse para detectar. Y sin eliminar la etimología latina, se apuntaba el origen cierto de detectar:no vino derecho a nosotros del latín detectus, sino por vía angloamericana: to detect empezaba a invadir para todos los descubrimientos y averiguaciones y, en 1992, el infolio añadía escuetamente otra acepción: 'descubrir'. Ya por entonces, el triunfante vocablo saltaba como por lianas de rotativa en rotativa, de radiovisual en radiovisual. Y al llegar 2001, la Academia renuncia tal vez con aflicción al remoto antecesor latino, aceptando la realidad: to detect es el padre real y no putativo de detectar. A la vez, dejándose de los descubrimientos hechos en laboratorio, define así ese verbo con encomiable laconismo: 'Descubrir la existencia de algo que no era patente'.
Ya impuesto su despotismo en ese punto de la lengua española, el anglicismo ha ahuyentado cuanto podía oponérsele. Hoy la emplea el burgo de toda clase y condición. ¿Qué hubiera escrito en un comunicado como el de la aludida fundación una secretaria o un secretario (y aun un subsecretario) antiguos? Pues probablemente algo así como hemos advertido o notado u observado o nos hemos dado cuenta de o reparado en o percatado de: cosas pasadas de moda, son arrugas en el rostro de nuestra lengua. Hoy se prefieren estas palabras multiuso, sosas e incoloras pero siempre a mano. Detectar: bien estaría si alternase pero, erigiéndose en único, se convierte en otro somnífero de la mente hispanohablante.
(Todo esto, a propósito de una newsletter y de un mal cálculo en la traducción literal de pesetas a euros: cosa de céntimos, aunque ahora son importantes. Recuérdese que el maravedí fue durante siglos un moneda virtual, inexistente, que valía para valorar y computar, aunque luego se cobrase o se pagase con otra moneda. Seguramente somos millones los españoles que, durante nuestro último trozo de vida, seguiremos calculando en pesetas-maravedís).
Aún con un trozo de tostada aguardándome, he podido aplicarme al periódico, en su sección cultural (ojo a este adjetivo); y leo que el conjunto de libros ofrecido por un afamado coleccionista para saldar deudas con Hacienda incluye 'incunables de Cervantes'. Sobresalto máximo: reciben ese nombre los libros que se publicaron desde 'la invención de la imprenta hasta principios del siglo XVI'; con más exactitud, hasta 1501, es decir cuando aquel prodigio industrial andaba aún en pleno balbuceo, pero alumbrando ya Biblias, Sinodales, el Tirant, La Celestina y la primera Gramática de un romance, entre otras cosas. Lo dice el Diccionario, pero lo sabe cualquiera menos ese redactor cultural para quien incunable parece ser, simplemente, un libro muy viejo: un trasto de pergamino y polvo; y que por añadidura ignora por qué rincón de la historia anduvo el autor de aquellos 'incunables', a quien un anciano y bondadoso auxiliar de mi instituto infantil llamaba con voz trémula de admiración, 'el ingenioso hidalgo don Miguel de Cervantes Saavedra y Fajardo'. (Parece un chiste manido; en mi recuerdo no lo es). Pero vengamos a lo nuestro: eso de incunables está escrito por un universitario de hoy.
La movida de la Ley de Partidos Políticos agita también la lengua española. Un solo ejemplo de régimen gramatical: unos opinantes desean, dice el periódico, que el Defensor del Pueblo pueda instar a la ilegalización de los batasunos. Pero hay que instar a alguien, y aquí no se nombra a nadie. Cruce de cables: se puede instar al Gobierno, al Parlamento, a quien tenga tal potestad; sólo después se especificará a qué -no qué- se insta o pide; verbo este último que aquí sería muy tempestivo.
Pero hay más: el periódico afirma que 'Aznar pidió a Pujol mayor complicidad' para sacar adelante tal ley. Es cierto que el Diccionario define así cómplice: 'Que manifiesta o siente solidaridad o camaradería. Un gesto cómplice'. Pero también lo es, y más directo, el 'participante o asociado en crimen o culpa imputable a dos o más personas'. ¿Para qué gatuperio quería enredar el Presidente al President? Tratándose de lo que se trata, zape; ese adjetivo, lejos.
Estoy apurando el lento ataque al primer café, y aún se me entromete esto: alguien ha sido detenido porque 'mantenía relaciones sexuales con los cadáveres' de un tanatorio. Es muy extraño eso de mantener relaciones con unos muertos (relación es 'conexión, correspondencia, trato, comunicación de una persona con otra'); el detenido, por lo visto, conectaba con ellos, pero no es de creer que fuese correspondido. Parece más adecuado el verbo empleado por Gironella en Apocalipsis, su última novela: practicar la necrofilia. Por lo demás, ¿con qué razón se les designa sólo como necrófilos a tales desventurados, hurtándoles su nombre verdadero de violadores de cadáveres? Los cuales, por cierto, no parecen individuos muy complicados. Cela joven obtuvo los permisos precisos para visitar en la prisión a uno de ellos: fue con la curiosidad de que tuviera madera de personaje tremendo. No ocurrió así: se limitó a contarle que, estando a solas con una difunta, se le agolpó irresistible la sangre donde suele. Me comentaba Cela: 'Comprenderás que no puede sacarse ni una astilla literaria de un sujeto tan elemental'.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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