La batalla legal
EN LAS CONSTITUCIONES decimonónicas de la monarquía parlamentaria y en el Código Civil, los derechos de los extranjeros eran contemplados desde una perspectiva meramente civil y mercantil. Fue la Constitución de 1978 (artículo 13), quien primero reconoció derechos constitucionales a los extranjeros.
A partir de la Constitución todo ha sido ir hacia atrás, orientándose el legislador (de 1985 y 2000) a una preocupación preferentemente policial, de regulación represiva de la extranjería, en detrimento de la gestión de los flujos migratorios y de la integración laboral de los inmigrantes.
Esta opción del legislador contrasta con un mercado laboral crecientemente internacionalizado, con una intensa demanda de mano de obra en sectores dependientes de la inmigración (agricultura, hostelería y turismo, trabajo doméstico, construcción). El resultado lógico de esa contradicción tan fuerte entre una ley rígida y una realidad económica en crecimiento ha sido el constante aumento de la inmigración irregular, producida por un determinado empresariado y por un poder político que es muy sensible a la opinión pública hostil al extranjero pobre y de otra raza, que, además, no vota, y, por tanto, no tiene medio de presionar o condicionar a los partidos.
Cuando el gobierno socialista impulsó la ley 7/1985 de extranjería estaba empezando a cambiar el sistema migratorio europeo y creándose un espacio sin fronteras interiores (Schengen).
La inmigración se había convertido en los últimos años del siglo XX en estructural en la vieja España con turismo y transportes rápidos y masivos (hoy es extranjera el 5% de la población europea, 2% en España). Esto es lo que el último de los gobiernos socialistas captó y trasladó al Reglamento 155/1996 de la Ley de Extranjería, flexibilizando lo más posible aquélla, después de pasar por múltiples regularizaciones o amnistías.
Sin embargo, se hacía necesario un cambio de ley. Es lo que se realizó mediante la Ley 4/2000, de derechos y libertades de los extranjeros, aprobada por todos los grupos parlamentarios, salvo el PP, cuando éste ya gobernaba pero no tenía mayoría absoluta.
La Ley 4/2000 pretendió legalizar lo ilegal, a través de la equiparación en derechos de españoles y extranjeros, de integrar laboralmente a éstos de forma permanente (dos años de estancia con trabajo permitían adquirir los 'papeles'), de hacer posible la reagrupación familiar, de reservar las expulsiones sólo para las infracciones muy graves, y de crear un cupo anual.
El gobierno de mayoría absoluta del PP boicoteó la Ley. Ni siquiera la desarrolló. En su lugar, aprobó la Ley 8/2000, vigente aún.
Esta ley está pensada para poner un muro entre legales e ilegales; para hacer muy difícil la entrada legal en España y aún más la regularización, propiciando un desarrollo extraordinario de las mafias, que son quienes regulan realmente el flujo migratorio, y quienes ponen en contacto al inmigrante con el empleador, dado que el Estado no lo hace ni con los cupos ridículos, ni con acuerdos con los países exportadores de mano de obra, ni con el obstaculizador papeleo burocrático que se convierte en un calvario para el inmigrante trabajador. La consecuencia es una sobreexplotación laboral que se ha convertido en un elemento nuclear de parte de nuestro sistema productivo.
La gran cuestión es canalizar por la vía de la legalidad el constante y necesario flujo migratorio, y su posterior integración estable (y flexible) en nuestro país. Pero a nada de eso responde la ley 8/2000, ni su Reglamento de 2001, ni tampoco, por cierto, las medidas -básicamente policiales y represivas- que Aznar va a plantear en la Cumbre de Sevilla de esta semana. La ley 8/2000 se dirige a restringir los derechos de los irregulares forzosos que están dentro de España (no tienen derechos constitucionales esenciales, ni derecho al trabajo, a las ayudas para la vivienda pública o a la seguridad social, y están condicionados sus derechos a la asistencia sanitaria, la educación no obligatoria y la asistencia jurídica). La Ley favorece la expulsión en 48 horas con sólo tener caducados los papeles, y también dificulta la regulación, por cuanto los años de estancia previa para conseguirla pasan de 2 a 5. Y si la legalidad para trabajar es prácticamente la regla, lo es más para la entrada en España, habiendo desaparecido la obligatoriedad de un cupo anual o del reagrupamiento por razones humanitarias.
En realidad, lo de luchar contra la inmigración ilegal es un sofisma ideológico. Nadie es 'ilegal' per se. Lo es porque el Estado no le reconoce, aunque trabaje, o porque el empresario no le firma un contrato. Pero la ley hace que sea casi imposible ser legal. Sólo puede hacerse desde el país de origen, a donde hay que volver para luego retornar a España. Y casi nadie contrata sin ver la cara al trabajador, ni éste se arriesga a volver a su país con el riesgo de no ser readmitido más adelante. Consecuencias perversas de legislaciones perversas.
El derecho de la extranjería ha sido siempre caótico y arbitrario. Este infraderecho, aplicado a miles de inmigrantes, es inviable como solución del conflicto, porque requiere de una acción política multidimensional, no obsesivamente anclada en el orden público.
Ese derecho se confronta con un hecho en los países del Mediterráneo a los que, como España, llegó tarde el Estado de Bienestar: el cuidado de los niños, los ancianos, y otros trabajos, que en otros lugares los asumió lo público, en España o Italia los asumen hoy los inmigrantes. Algunas economías meridionales se han hecho competitivas con el trabajo precario, estacional, ilegal, del inmigrante
El destello de la Ley 4/2000 fue efímero, pero sigue siendo la única referencia legal con un mínimo sentido, hasta que se logre lo realmente necesario: una Europa política unificada como poder global relevante, que sea capaz de imponer un derecho europeo que ordene los flujos con acuerdos internacionales, los legalice, adecúe los cupos al mercado y lance un mensaje solidario que detenga la loca carrera unilateral de los gobiernos para ver quién es más duro y xenófobo. La Europa fortaleza es imposible. No hay fortalezas democráticas.
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