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Uso y abuso del decreto-ley

Marc Carrillo

El abuso de la legislación de urgencia ha supuesto siempre un déficit e incluso un riesgo para el Estado de derecho. No es un tema nuevo, pero no por ello menos importante. Baste recordar a Hans Kelsen cuando advertía que 'el control de las ordenanzas de necesidad (el equivalente al decreto-ley) resulta tanto más importante desde el momento en que en este campo cualquier violación de la Constitución significa un atentado a la frontera entre las respectivas esferas competenciales del Gobierno y el Parlamento'. Se trata de una advertencia que no puede echarse en saco roto.

A escasos días del anuncio de una huelga general por los sindicatos en respuesta al proyecto del Gobierno de reforma del seguro de paro y del establecimiento de una nueva regulación de las prestaciones por desempleo, por considerar que recorta los derechos de los trabajadores, abarata el despido y aumenta la precariedad del empleo, el Ejecutivo ha respondido con la aprobación del Decreto-Ley 5/2002, de 24 de mayo, de medidas urgentes para la reforma del sistema de protección por desempleo y mejora de la ocupabilidad. El uso de la legislación de urgencia que la Constitución pone en manos del Gobierno plantea, en general, la corrección institucional del empleo reiterado del instrumento del decreto-ley y, en particular, la adecuación en este caso de dicha medida a la norma suprema.

Acerca de lo primero, no es ninguna novedad que el decreto-ley ha sido utilizado con una notoria habitualidad por todos los gobiernos democráticos en los casi veinticuatro años de régimen constitucional transcurridos. La excepcionalidad que, de acuerdo con la Constitución, teóricamente ha de presidir el uso de la legislación de urgencia ha sido ignorada con especial reiteración desde los gobiernos de la extinta UCD, pasando por los del PSOE, cuya jurisprudencia en la materia -valga la expresión- ha sido acogida con idéntico entusiasmo por los gobiernos del PP. Durante la égida del partido centrista, la media de decretos-leyes no se alejó de los dos por mes; con el PSOE, si bien la media fue inferior, hubo años en los que las cifras se dispararon (15 en 1983, 22 en 1993), y en los Gobiernos del PP, tanto con mayoría relativa como con la actual mayoría absoluta, el uso ha sido intenso: 29 en 1997, 20 en 1998, 22 en 1999, 9 en 2000, 14 en 2001. Y el que ahora nos ocupa ya es el quinto del año. Globalmente, estas cifras ponen de relieve que son excesivos los casos en los que una materia reservada al Parlamento ha sido objeto de regulación por el Gobierno. Sobre todo porque en demasiadas ocasiones este último no ha justificado la extraordinaria y urgente necesidad que le habilita para tomar estas medidas, ante la complacencia de las mayorías parlamentarias de turno que las han convalidado y la permisividad de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional para controlar la justificación del presupuesto de hecho habilitante. La cuestión no es banal y la advertencia de Kelsen sigue siendo válida.

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Especialmente respecto del nuevo decreto-ley sobre el seguro de desempleo, que es muestra de una frecuente práctica institucional de los diversos Gobiernos, que en demasiadas ocasiones han hecho de la legislación de urgencia más un instrumento de acción política coyuntural que una vía para afrontar la resolución de problemas que requieren una respuesta inmediata. Qué decir, si no, por ejemplo, del Decreto-ley 3/98, por el que se establecieron las nuevas retribuciones de los magistrados del Tribunal Supremo.

En todo caso, en lo que concierne al desempleo, no se olvide que ya con un Gobierno del PSOE se produjo una reforma de las prestaciones de desempleo utilizando este instrumento jurídico: el Decreto-ley 1/1992, de 3 de abril, de medidas urgentes sobre fomento del empleo y protección por desempleo. Por su parte, el nuevo decreto-ley merece una reflexión sobre dos aspectos centrales que la legislación de urgencia ha de cumplir, como son la justificación de la medida y del contenido que regula. En ambas cuestiones, su constitucionalidad plantea interrogantes. En cuanto a la primera, la Constitución prescribe que habrá de responder a una situación de extraordinaria y urgente necesidad. Y en su exposición de motivos, el decreto-ley la intenta justificar apelando, por un lado, a la cambiante situación internacional y la necesidad de incidir en una situación de paro todavía elevada y, por otro, a evitar comportamientos que impidan alcanzar los objetivos previstos en la norma. Se trata de argumentos tan profundamente genéricos que hacen muy difícil que con estas dos razones pueda justificarse empíricamente el tipo jurídico de la medida tomada. Pues España es uno de los Estados miembros de la Unión Europea con mayor tasa de población activa en paro desde su incorporación a la entonces CEE, en 1986, por causas que no parece osado atribuir a razones de orden estructural del sistema económico que con mayor o menor éxito ya se han intentado corregir en el pasado. En cuanto a los comportamientos impeditivos que, por lo que parece, pueden identificarse con acciones de fraude al sistema público de prestaciones por desempleo, aun siendo éste porcentualmente bajo, la actual legislación laboral de carácter sancionador ya prevé instrumentos para impedirlo.

En fin, desde un punto de vista constitucional, la relación de causalidad entre los motivos argüidos y la medida tomada aparece, digamos, como muy lejana, incluso más bien remota. Es cierto, no obstante, que la jurisprudencia constitucional es muy generosa con el Ejecutivo en cuanto a la valoración del presupuesto de hecho habilitante, puesto que -dice el Tribunal desde su STC 111/83- 'no puede pronunciarse a favor de una concreta medida, sino valorar la constitucionalidad de la elegida; si atendiera a aquella pretensión se trasladaría a él una responsabilidad que no corresponde a su función, y entrañaría una injerencia en una decisión política que sólo al Gobierno, con el control parlamentario, corresponde'. Sin embargo, a pesar de esta autolimitación que el Tribunal se impone, de ese rechazo a entrar a valorar las zonas de penumbra en las que prevalece la decisión de oportunidad política, nada impide que el control de la constitucionalidad de un decreto-ley abarque también al juicio de razonabilidad y proporcionalidad del instrumento jurídico elegido para hacer frente a la situación de hecho descrita. No se olvide, en este sentido, que desde instancias gubernamentales se afirmaba que esta nueva legislación podía entrar en vigor el año próximo, seguramente, a la luz de la negociación con los sindicatos. Fracasada ésta, no parece que hubiese impedimentos para que el Gobierno promoviese su reforma a través de una ley formal de las Cortes Generales. En este punto, pues, es razonable plantearse la constitucionalidad del decreto-ley por una falta de proporcionalidad de la medida adoptada.

La segunda cuestión se refiere al contenido. A este respecto, la Constitución establece que el decreto-ley no podrá afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos. La jurisprudencia constitucional ha consolidado la interpretación según la cual afectar es equivalente a la prohibición de que a través de la legislación de urgencia se regule el régimen general de los derechos, lo que no impide que pueda afectarlos de forma singular. Pues bien, el Decreto-ley 5/2002, que es una norma especialmente extensa, supone la modificación de cuatro importantes leyes: Estatuto de los Trabajadores, Ley de Procedimiento Laboral, Ley de Seguridad Social y Ley de Infracciones en el Orden Social. Se trata de una modificación sustantiva que incide sobre el régimen de derechos de los trabajadores reconocidos en la Constitución, especialmente relacionados con las situaciones derivadas de un despido laboral (derecho al trabajo, art. 35) y el derecho a la prestación por desempleo, así como derechos y deberes de empresarios y trabajadores al respecto reconocidos por ley (art. 41). En ambos casos no estamos ya ante principios rectores de la política social y económica, sino ante derechos sociales que, como bien ha estudiado la profesora Ana Carmona, limitan materialmente el contenido de los decretos-leyes. En este sentido, el Decreto-ley 5/2002, al establecer una reforma que afecta con carácter general a derechos y deberes, se excede de los límites constitucionales a la legislación de urgencia.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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