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Columna
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Vivan los piratas

Hay palabras que cortan como cuchillas, adjetivos de apariencia inocente que, sin embargo, a menudo queman y ennegrecen las cosas y a las personas. El otro día, por ejemplo, un reportero de televisión hablaba de los árbitros que le habían tocado a España en el Mundial de fútbol, oé, oé, oé, y los calificaba de 'exóticos'. Ya lo ven, un mensaje muy edificante, lanzado a las masas en la hora de máxima audiencia: la gente de Marruecos, Egipto y Kuwait es exótica y, seguramente, cuando los árbitros del España-Eslovenia, el España-Paraguay y el España-Suráfrica bajen al vestuario, se quitarán el traje de colegiado internacional, se pondrán unas plumas, cogerán su lanza y volverán a la selva.

Otra palabra que llama mucho la atención estos días es la palabra pirata, que se usa para definir a los exóticos vendedores ambulantes de discos compactos que, al parecer, tanto daño hacen a la industria musical. No deja de ser irónico que unos cuantos manteros pongan al borde del precipicio a algunas de las multinacionales más poderosas de la Tierra; que unos cuantos inmigrantes sin trabajo hagan temblar las montañas de dólares que han acumulado, durante décadas, esos reyes del ocio cuyo poder es tan extraordinario que, de Elvis a Mariah Carey, han sido capaces de poner de rodillas a cualquier ídolo, por grande que sea: esos empresarios e intermediarios, que se quedaron con los derechos de las canciones de los Beatles, que tuvieron encarcelados en sus contratos o condenados al silencio a mitos que van desde el líder de la Creedence Clearwater Revival, John Fogerty, hasta George Michael, Bruce Springsteen o Prince, que llegó a aparecer en público con la palabra slave -esclavo- pintada en la mejilla; esos que, en España, despiden a sus estrellas con un telegrama cuando las cifras de ventas no cumplen las expectativas o manipulan algunas emisoras de radio a su antojo y sin la más mínima consideración por nada que no sea el dinero: 'A este disco lo vamos a hacer número uno. A este otro, lo condenamos al infierno'. Esos mismos ideólogos de la industria del entretenimiento que han llegado a inventarse la fórmula aberrante de los artistas de usar y tirar, cuyo máximo ejemplo es esa cosa llamada Operación Triunfo y cuyo principio claro es éste: 'Podemos coger a cualquiera sin ningún talento específico y transformarlo en una gran estrella. No necesitamos a nadie, nos sobran los letristas inteligentes y los músicos originales, el negocio no los necesita'. La verdad es que, cuando uno va por Madrid y piensa que cada uno de los discos que venden los manteros lo vende, en gran parte, contra esos individuos, no puede más que alegrarse. Naturalmente, el problema es que las víctimas de la piratería no son sólo los ejecutivos de CBS, EMI, Virgin o Philips, sino los propios cantantes, compositores e intérpretes y los trabajadores que viven de la música y sus alrededores, gente a la que cada disco ilegal roba impunemente un poco de su trabajo, lo cual es una canallada porque los sitúa entre dos amenazas: por debajo, el pequeño tenedor de los vendedores de la calle y, por encima, la gran cuchara de las todopoderosas discográficas.

Sin embargo, ¿de verdad puede alguien creer que el gran problema está en los puestos de discos tostados y en las mafias que, quizá, los controlen? ¿No estará también en los precios desorbitados que las compañías le ponen a los discos, inalcanzables sobre todo para sus principales clientes, que son los más jóvenes? Porque los discos fraudulentos los compran personas normales, que han visto en el mercado paralelo una manera de escapar al abuso y escuchar lo que les gusta a un precio razonable. Y hay que añadir que, al fin y al cabo, el problema tiene su origen en las propias multinacionales: primero, llega Sony, por ejemplo, ficha a Michael Jackson y publica sus discos; después, lanza al mercado, con un gran despliegue publicitario, un aparato capaz de grabar cedés; finalmente, se escandaliza porque la gente grabe los discos del artista de Sony con las grabadoras de Sony. Quizá los artistas, además de luchar, con toda la razón del mundo, contra la venta ilegal de sus obras, también deberían exigirle a Sony, Philips o Sanyo una cuota por cada grabadora y más por cada disco virgen que venden. Quizá eso sí sea tirar de la manta. Mientras tanto, muchos seguirán pensando: vivan los piratas.

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