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Reportaje:

En la cuerda floja

La familia de una niña que sufre el Síndrome del Maullido del Gato pelea por sus derechos

A sus tres años y medio, María camina con dificultad. Se tambalea, busca dónde agarrarse, 'parece que está en la cuerda floja', dice su madre, Paqui. Aún así se ríe mucho, como si tanto caerse y ponerse en pie fuera un juego. María padece el Síndrome del Maullido del Gato, que se llama así porque los bebés afectados emiten, al llorar, un sonido agudo, suave, semejante al de los gatos chicos. No sólo eso; sufren un retraso mental severo, les cuesta mucho hablar y respiran trabajosamente. Es una enfermedad rara, que presenta uno de cada 20.000 niños nacidos. Sólo hay 100 casos diagnosticados en toda España. Y aunque por ahora no tiene cura, sí tiene tratamiento.

Precisamente para que su hija reciba el tratamiento que necesita, Juan Parejo y Paqui Padilla se esfuerzan, se pelean, se dejan la voz y las energías. Los padres de María son de Lucena, una ciudad industrial al sur de Córdoba; él es albañil, ella, ama de casa. 'La niña necesita fisioterapia desde que nació', explica Juan. 'Los primeros nueve meses la pagamos nosotros, porque la Seguridad Social no nos daba cita hasta mucho más tarde. Y cuando comenzó el tratamiento sólo se lo mantuvieron un año, porque en el Hospital de Cabra dicen que el Servicio de Rehabilitación está saturado'.

María tiene hipotonía; sus músculos son más débiles, más lacios. 'Yo le voy haciendo los ejercicios que le manda la fisioterapeuta, y en la parte motora evoluciona bien, aunque despacio', cuenta Paqui. 'He pedido a los Servicios Sociales del Ayuntamiento que habiliten el gimnasio de Lucena unas horas a la semana para que algunos fisioterapeutas puedan atender a los 60 niños de menos de tres años que sufren discapacidad. Pero contestan que no tienen medios ni dinero', relata Juan.

El caso de María, hasta ahora, lo han llevado neuropediatras de Sevilla y de Málaga, con el consiguiente lío de citas y desplazamientos. Pero sus padres no se preocupan sólo por la atención sanitaria, sino también por la educativa. 'Está escolarizada en un colegio público, donde un profesor de educación especial se ocupa de ella un par de horas diarias, hay un monitor para ocho niños, y una logopeda que la ve media hora a la semana', cuenta Juan. 'Ella necesitaría al menos dos horas semanales; lo ideal sería una hora diaria', concreta Paqui. 'Si yo tuviera dinero podría pagarle la logopedia, las clases, la fisioterapia, todo. Pero no lo tengo, y son sesiones muy caras', remata.

Además, señala Juan, en el colegio no disponen de los medios precisos. 'Para María sólo hay una mesa y una silla, que hemos puesto nosotros'. La silla lleva unos cojines especiales, además de unas correas y un taco de madera en la zona central, todo destinado a que la niña no se caiga. 'Que yo sepa, los alumnos que están bien no pagan para sentarse', indica Paqui. 'Y para que le diesen el andador que le hace falta también tuvimos que batallar mucho; querían que lo comprásemos nosotros, a plazos, porque ellos no tenían dinero en la cartilla. Pues menos tengo yo, les dije'.

'La niña necesita mucha atención', resume Juan. 'No puede ser que vayamos un día al colegio y la encontremos sola en el patio, comiendo tierra'. 'Se pasa mucho rato sentada sin que nadie le haga caso ni juegue con ella. La primera hora la pasa bien, pero luego se aburre. La maestra me dijo un día que no podía con ella, que no la aguantaba', dice Paqui indignada.

Cuando la niña cumpla los seis años, el panorama cambiará; irá a un colegio especial en Cabra y la Delegación de Educación pondrá el material escolar adaptado. 'Nosotros pagaremos el transporte y el comedor, unas 22.000 pesetas al mes', puntualiza Juan. Y sentencia: 'Así la integración es pura teoría. Sin medios, sin personal, sin presupuesto no se puede'. María, mientras, se ríe y guiña los ojos.

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