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Columna
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Fútbol y mundialización

El hiperindividualismo de las sociedades contemporáneas, que nos enclaustra en la irrelevancia de nuestros problemas individuales y nos condena al solitario desamparo de una identidad hermética y estrictamente confinada en nuestro perímetro personal, necesita y encuentra en los deportes-espectáculo y, en particular, en el fútbol, ámbitos colectivos en los que integrarse para producir en ellos esos lazos sociales, esos vínculos solidarios que nos faltan y a los que una causa común -el éxito del equipo- dota de una extraordinaria vigencia. El cumplimiento comunitario de los individuos que nos proporciona el fútbol viene acompañado por la función que cumple en la dimensión colectiva, en la que se ha convertido en uno de los instrumentos principales de la afirmación de las comunidades geopolíticas, de la reivindicación de las identidades nacionales. El fervor y el furor de las prácticas de identificación con los clubes de fútbol, que hacen de sus seguidores verdaderos cruzados de la causa, con las inevitables derivas de los enfrentamientos, en los estadios y fuera de ellos, más o menos violentos según los casos, y con las fiestas pánicas de celebración de la victoria, son muy significativas de la voluntad de pertenencia a que acabo de referirme, sobre todo, teniendo en cuenta que los jugadores-protagonistas no provienen de la comunidad victoriosa y celebrada, sino que, olvidados los equipos con cantera propia, son incorporaciones advenidas desde orígenes múltiples y muy diversos.

Por otra parte Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales de Lille, en La tierra es redonda como un balón (Seuil, mayo 2002), pasa revista a la utilización del fútbol para fines políticos, en un intento interesante pero apresurado de diseñar una geopolítica futbolística. La rivalidad del Barcelona y del Athletic de Bilbao frente al Madrid tiene las obvias connotaciones políticas de las periferias contra el centro, al igual que el clásico desafío Dynamo de Kiev frente al Spartak de Moscú suena siempre a la lucha del David ucraniano frente al Goliat ruso, como Argelia, Argentina y el Irán de Jomeini se sirven sistemáticamente del fútbol como resonador político para vocear las diferencias y las razones de ser de sus regímenes. Pero sobre todo la Copa del Mundo ha sido un territorio privilegiado para la acción internacional de los Estados. Desde la manipulación política de Mussolini en la Copa del Mundo de 1934, seduciendo a árbitros -con el escándalo de la semifinal contra Austria- y neutralizando violentamente a sus adversarios -el jugador Monti elimina físicamente en dos partidos a tres jugadores españoles que además no cabe sustituir-; pasando por la recuperación por parte de Alemania de su legitimidad occidental gracias a su victoria en la Copa del Mundo de 1954; siguiendo con la operación de relaciones públicas del dictador Videla, que dedica el 10% del presupuesto nacional argentino de 1978 a la organización de la Copa del Mundo para conseguir imponerse a todos los intentos de boicoteo de los países democráticos; sin olvidar la elección de Estados Unidos como organizador de la edición de 1994; para terminar con el protagonismo compartido este año de Japón y Corea del Sur -un gran imperio económico y un país menor pero con un brillante historial futbolístico del que dan prueba su participación en las fases finales del campeonato mundial en cinco ocasiones-, que se ha zanjado con una organización conjunta que podría resultar muy positiva para la estabilización del sudeste asiático.

A partir de la irrupción de los medios de comunicación en nuestras vidas y de la absoluta dominación de lo audiovisual, la pareja fútbol-televisión y su traducción económica se convierten en una maquinaria imparable que todo lo arrolla y se constituyen en el proceso más significativo de la mundialización porque es el que responde más cabalmente a sus tres características principales: establecer una interacción efectiva y directa entre elementos de todos los países del mundo; ofrecer un acceso inmediato y global a sus contenidos; ser de dominante económica. Hoy el poder y la guerra, parámetros de la potencia mundial no se miden sólo por la demografía, los ejércitos, ni siquiera la tecnología, sino por el perfil simbólico de los países. En ese soft power el fútbol y sus avatares ocupan, para bien y para mal, un lugar de excepción.

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