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Reflexiones de un imperialista involuntario

Después de pasar gran parte de una vida no demasiado corta criticando el imperialismo moral de Estados Unidos, el otro día me sentí desconcertado al descubrir que yo lo comparto. Invitado al Foro nacional Brasileño por el Instituto Nacional de Investigaciones Avanzadas, me presenté en el mostrador de la compañía aérea brasileña, Varig, en Nueva York, dispuesto a emprender el largo vuelo hacia el sur. Allí me dijeron con cortesía pero con firmeza que, como no tenía visado para Brasil, no podía embarcar. La amabilidad del embajador brasileño, vecino mío en Washington y que también intervenía en el Foro, me permitió obtener el visado y salir al día siguiente por la noche. A los brasileños se les exige visado para visitar Estados Unidos, y una nación de 180 millones de ciudadanos que ocupa un territorio más grande que el nuestro tiene derecho a exigir la reciprocidad. Lo que me pregunto es: ¿cómo es posible que incluso alguien que no considera que su país esté invariablemente a la altura de la halagüeña imagen que tiene de sí mismo acabe comportándose también con arreglo al viejo lema: civus romanum sum?

El Foro Nacional Brasileño, quizá de forma indirecta, proporcionó algunas respuestas. Estuvo dividido en dos partes. La primera, sobre el papel de Brasil en la economía internacional del conocimiento, en la que la educación científica y técnica es un requisito indispensable para competir en el ámbito mundial. Hablé con un banquero que creía que su país, a diferencia de naciones asiáticas como Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwan, había faltado a su cita con el destino económico. Le expresé cierto escepticismo sobre la comparación. Estaba hablando de culturas confucianas, con milenios de respeto por el estudio y el aprendizaje incluso en la base de la sociedad, campesinos independientes desde hace no tanto tiempo. Brasil liberó a sus esclavos en 1880, 20 años después de Estados Unidos. En este último país, los legados educativos de la esclavitud y la discriminación y segregación racial son aún demasiado visibles. Estados Unidos se resiste a dedicar la energía moral y material necesaria para que las escuelas de sus guetos se parezcan más a sus homólogas en los barrios acomodados. La inversión estadounidense en educación está dirigida, cada vez más, a lo alto de la pirámide educativa. No damos una buena educación a todos los jóvenes. La clase media se compra la suya, y el país compra el talento en el mercado mundial.

El Foro se centró mucho en ese mercado. El presidente describió con elegancia el progreso reciente de su país. Petrobras, la empresa nacional de petróleos (que, pese a los consejos del norte, ningún brasileño serio desea privatizar) es líder mundial en la extracción de aguas profundas. Brasil exporta un avión de pasajeros, el Embraer. Sus universidades cuentan con el reconocimiento internacional por su labor, no sólo en ciencias sociales sino en la investigación médica y biológica. Si bien, como alguién destacó, São Paulo es la mayor ciudad industrial de Alemania (produce miles de coches Volkswagen), eso se ha convertido en un problema: en las grandes sociedades industriales se están desarrollando nuevos modos de producción.

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Mis anfitriones opinaban que una consecuencia positiva de los dos Gobiernos de Cardoso es la inversión sistemática en educación e investigación (y además una agricultura productiva y libre de enfermedades). Otros tres conferenciantes llegados del extranjero, del Banco Mundial y la OCDE, se mostraron de acuerdo. Eran especialistas en la contribución del conocimiento al crecimiento económico. Unos tecnócratas humanitarios, conscientes de las vastas necesidades de la población de Brasil, confiados, como los asesores y ministros de Cardoso, en que la inversión en la capacidad intelectual desemboque en una prosperidad general. Desde luego, no tenían nada que ver con esos economistas que aplican una serie de normas reduccionistas a cualquier problema: desregulación, privatización, reducción de impuestos. Los representantes del Partido de los Trabajadores que asistían al Foro criticaron un desequilibrio en la balanza social de Brasil: la nación necesita, dijeron, más inversión en educación básica, salud e infraestructuras sociales. Brasil, con su historia enormemente compleja, es diferente; y, aun así, yo no dejaba de recordar las discusiones dentro de la socialdemocracia europea y el Partido Demócrata norteamericano.

Si esto hubiera sido todo, mi visita, pese a resultarme personalmente muy instructiva, no merecería gran comentario. Pero eso no fue todo. Los sondeos de opinión dan a Luis Lula, del Partido de los Trabajadores, ventaja en las elecciones presidenciales de septiembre. Los bancos Chase Morgan y Goldmann Sachs advirtieron hace poco sobre las consecuencias negativas que puede tener para Brasil que Lula llegue a la presidencia, y la clasificación crediticia del país se hundió inmediatamente. El Gobierno de Cardoso se mostró tan indignado como los colegas de Lula. Al fin y al cabo, la opinión de los bancos era un voto negativo para Brasil, no sólo para un partido, y una forma de denigrar sus esfuerzos de los últimos años.

La segunda parte de la conferencia se dedicó a las consecuencias de los atentados del 11 de septiembre, y fue claramente política, en lugar de económica. Las principales figuras académicas y diplomáticas de Brasil no se hacen ilusiones. Dejaron claro su pesar por el hecho de que el unilateralismo de Estados Unidos sea hoy prácticamente total.

La conferencia dio un ejemplo, sin pretenderlo, de la relación entre la intensificación del solipsismo norteamericano y la retórica económica contemporánea. En su nuevo libro The World We Are In, Will Hutton critica a las universidades británicas por aceptar sin vacilaciones los criterios estadounidenses en ámbitos como la economía política. Según ellos, los modelos de mercado agotan las definiciones de la realidad; no es intelectualmente posible ningún otro mundo. La discusión que oí en Río se centraba claramente en los límites de la posibilidad económica, y estaba formulada en un lenguaje coherente con la dominación estadounidense, el de una idea esquemática de rentabilidad.

Desde la época de Keynes, el pensamiento económico de las universidades occidentales se ha ido haciendo cada vez más útil para quienes más temen la redistribución. Muchos economistas rechazan las inversiones públicas, los déficits gubernamentales, la regulación ambiental y social. Lo asombroso es que esos vulgares filósofos sociales se definen a sí mismos como 'empíricos'. Ignoran el contexto institucional en el que están insertas las economías

y se limitan a hacer el cálculo estricto de costes y beneficios. Sus conceptos de medición recuerdan a la descripción que hacía Wittgenstein de la noche en la que todas las vacas son negras. ¿Los trabajadores se consideran socios de una empresa o personas en peligro de ser despedidas en cualquier momento por unos gerentes para quienes la solidaridad social es, en el mejor de los casos, una indulgencia sentimental? La Comisión Europea aconseja a los Estados miembros que no aumenten su gasto en asuntos como el transporte público, pero ignora el coste total de un medio contaminado por más automóviles. Una economía política que reduce el mundo a una serie de decisiones aisladas, tomadas por responsables aparentemente autónomos, es un juego de ordenador, totalmente alejado de la historia. En Estados Unidos, la disminución del gasto social, el fraude sistemático en el mercado y la corrupción del Gobierno han reducido el nivel de vida real de los ciudadanos corrientes. Pero la mayoría de nuestros economistas carecen de los instrumentos necesarios para medir lo que están experimentando en su propia vida.

El triunfo más exquisito de la dominación imperial es la imposición de un lenguaje. La universalidad de la economía política contemporánea es espuria. Mis anfitriones brasileños, orgullosos y realistas, se enfrentan a problemas jamás imaginados en la experiencia y la filosofía de los economistas convencionales. Los brasileños tienen, al menos, tanto que enseñarnos a nosotros como nosotros a ellos. El presidente Cardoso ha establecido cuotas para dar empleo a personas de raza mixta y mujeres, y ha ignorado las críticas sobre el 'coste' de la justicia. Tal vez el próximo Keynes empiece por escribir en portugués.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

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