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En la Feria del Libro

Feria del Libro, parque del Retiro, mediodía de un domingo de junio. Los expositores se alinean a ambos lados del paseo de Coches, que así sigue llamándose la zona por inercia, aunque hace tiempo que se prohibió circular a los motorizados para ceder a los transeúntes el temerario privilegio de compartir la avenida con patinadores y ciclistas.

En tan altos pensamientos se entretiene el autor que hoy dedica ejemplares de su obra. Al alcance de su mano de artista reposa la indolente pluma y la cervecita traída del quiosco. Su mirada nostálgica divaga por el frondoso ámbito donde muchos años atrás se exhibían los animales de la Casa de Fieras, y por un instante revive la zancada circular y el atormentado grito de aquellos enjaulados, molestos seguramente de despertar una curiosidad análoga a la que él suscita este domingo entre quienes, después de haber leído su nombre en el anuncio colgado de la marquesina de la caseta, lo miran con profundo conocimiento de causa y, quizá por ello, sin adquirir su libro. Curioseado por tantos ojos, el autor se siente como un chimpancé entre rejas.

-¿Tiene pegatinas?

Entre los niños que preguntan sin esperar contestación y el autor interpelado se alza una frontera de volúmenes que donosamente quiebra una persona adulta al agarrar uno de esos libros y pagar su importe. Sonó la hora de que el autor se estrene, pero el cliente no desea su firma.

-Aquí no -dice-. En otra parte.

El caprichoso lector es una dama sabiamente escotada y redondita.

-Vengo la primera -dice con un desparpajo muy madrileño-, porque prefiero ser la última.

Al oirla, el autor reverdece el espasmo que le provocaba en el zoológico del Retiro el colosal bramido del elefante.

-Pensaste en mí al escribir este libro -asegura infundadamente la dama-. ¿Quieres que te dé la gloria?

La ambigua proposición apaga los resquemores del autor, que con corazón alegre adelanta el término de la sesión de firmas, abandona la caseta y recoge a la mujer que le aguarda. ¿Asirá su torneado brazo? No se atreve a tentar la suerte cuando salen del parque por la solemne puerta del paseo de Coches que da a la torre de las Escuelas Aguirre. Pero al ver la estatua del general Espartero sobre su testicular equino, el caballero, por un reflejo condicionado, se envalentona:

-¿Vamos a un hotel?

La dama sonríe, pero no accede. En el mediodía canicular, la pareja camina por la calle de Alcalá, salva el subterráneo de Velázquez, rebasa la iglesia de San Manuel y San Benito y la cafetería Chócala, bordea la puerta de Carlos III por el paso peatonal de Serrano, y continúa por la acera de Sportman y la Cervecería de Correos sin parar a refrescarse, aunque el calor se lo pide.

-No seas impaciente -responde la dama a los apremios del escritor-. La gloria se hace esperar.

Llegan así a la fachada del palacio de Linares, junto a la fuente de la Cibeles, y de ahí pasan a la otra acera del paseo de Recoletos. En la avenida sombreada por los grandes árboles, se alzan unas casetas similares a las del paseo de Coches, las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, que cerró su muestrario de veteranos el 19 de mayo, días antes de que inaugurara el certamen del Retiro su escaparate de novedades.

-Aquí quería traerte -anuncia la mujer.

Y sacando una llave del bolso entra en una caseta. Un fuerte olor a rancio les da la bienvenida.

-Déjate llevar -indica la dama.

En ardiente oscuridad el autor avanza por un pasillo de libros de la mano de la mujer. Cuando ésta prende luz, contempla un sillón junto a una mesita con recado de escribir, y al fondo, una estantería con novelas de José Francés y Alberto Insúa, una primera edición de André Maurois y los éxitos circunstanciales de Pearl S. Buck y Lajos Zilahy.

-Estarás con ellos -promete la dama cuando le presenta a la firma el libro que compró en la feria-. Ya te hice un hueco.

El penetrante aroma de la caducidad literaria desvanece los sentidos del autor, que cuando abre los ojos al esplendoroso mediodía del Retiro reconoce el zócalo azul de la desaparecida Casa de Fieras y la voz de un bergante que flagela sus oídos con el consabido requerimiento: -¿Tiene pegatinas?

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