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UN MUNDO FELIZ
Columna
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No entiendo nada

El tranvía de Barcelona avanza, implacable, sus raíles por la Diagonal como si fuera una metáfora de los tiempos que corren: retorno al pasado. Este es el futuro. Por lo que puede observarse a pie de obra, los raíles del tranvía parecen situados en un plano bastante inferior a lo que los expertos llaman 'calzada'. Y el atónito mirón urbano, que pronto llevará un año aprendiendo a construir tranvías sin prisas, se pregunta ingenuamente: ¿Se inundará el tranvía cuando llueva? Claro que no, se dice a sí mismo. Pero entonces observa el gran hoyo que preside el cruce Diagonal / carretera de Sarrià y teme que a alguien se le haya ocurrido una idea genial para que los coches y el tranvía convivan. Como no entiende nada de lo que ve en la calle, el mirón se va, convencido de que es absolutamente tonto. Convencido de que realidad y teoría urbanística son cosas muy diferentes, siente un extraño malestar.

Seguro de que sus ojos le engañan, el ciudadano normal -ese que ve como la comunión de los santos toma forma en Eurovisión y el Mundial de fútbol, al tiempo que se compadece del Papa, se hace cruces de que Blair quiera enviar la armada británica a controlar las pateras del Mediterráneo u observa como, a remolque del ultraliberalismo, se le agria el carácter al presidente del Gobierno español- contempla el mundo y la vida cotidiana con incredulidad. Esta semana, un alto ejecutivo de un importante banco me confesaba que había dejado de seguir la actualidad: no entiendo nada, dijo. ¿Y quién entiende algo, amigos?

En busca de explicaciones al malestar de todos los que no entienden nada, me planté en la conferencia que el premio Nobel Joseph Stiglitz daba ante 500 empresarios catalanes convocados por Caixa Manresa, que siguieron fascinados sus elegantes y contundentes certidumbres. Lo primero que quedó claro es que ese malestar no es exclusivo de barceloneses extasiados ante misterios urbanos, sino algo mucho más vasto. El profesor de la Universidad de Columbia se atrevió a responder a la pregunta que tantos se hacen en todas partes: ¿en manos de quién estamos?

No hubo duda: Stiglitz, con una sonrisa, dijo que estamos en manos de instituciones y gente fantasiosa e incompetente, que cree estar en posesión de una verdad revelada o 'perspectiva unilateralista' y crean una doctrina equivocada que explica tanto malestar atónito. Él sólo señaló la responsabilidad en ese malestar del Fondo Monetario Internacional y del G1, que es la ironía que economistas como él se permiten para nombrar al Gobierno de Estados Unidos. Incompetencia y mal gobierno explican que la globalización hecha desde un despacho no sólo sea inquietante, sino una frustrante birria. Por eso nadie entiende nada.

El Nobel no es un revolucionario, todo lo contrario: habla de 'reformar los excesos del capitalismo', salvarlo de sí mismo. Con una bondadosa mirada, propone 'una globalización de rostro humano', comprensible hasta por los tontos, y unas reglas del juego basadas en aquello tan antiguo de 'no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti'. Y constata no sólo que al mercado no se le puede dejar a su aire, sino que tras el 11-S, el Estado y la política adquieren definitiva importancia. Stiglitz no es el único en advertir que la creciente fuerza del Estado marca -para bien o para mal, ya se verá- el futuro. El profesor Fred Hallyday, de la London School of Economics, también lo hace en un magistral texto (Hacia una nueva configuración mundial, Centro de Investigación para la Paz, Anuario 2002) que se ha presentado esta semana en Barcelona, justo al lado del hoyo del tranvía. Regresa, pues, el Estado, pero permanecen los malos gobernantes y los sabios equivocados. Eso, sin duda, aclara algunos misterios del presente, excepto el del tranvía.

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