De lo angelical a lo siniestro
Era un tifón largamente anunciado. Ya está aquí. Bajo sus primeros efectos, mientras caen las murallas de lo políticamente correcto, me pregunto: ¿están los valores democráticos retrocediendo a marchas forzadas, derrotados? ¿Es todavía posible frenar la tumultuosa corriente destructiva, sin lugar a dudas xenófoba, que se expande en los corros de las tiendas, en los cafés o en la escalera de vecinos? ¿Es posible corregir la tendencia que asalta las tertulias radiofónicas, infecta el discurso político y arrasta a la arena a los clérigos musulmanes? Un fenomenal cambio de tendencia está destruyendo no sólo los debilitados fundamentos sociales e ideológicos de las izquierdas, sino el esqueleto moral de nuestra democracia: la indiscutibilidad de los derechos humanos. El tifón arrasa en toda Europa. Y nuestro péndulo anda loco volando hacia el extremo más siniestro a menos de un año de volar por el más angelical: de la presión periodística a favor de los sin papeles de la iglesia del Pi de Barcelona al popularísimo brote de alergia a las mezquitas primero en Premià, después en Lleida (¿qué barrio o pueblo aceptará en el futuro una mezquita?). En las calles, el clamor, sordo pero imposible de evitar, es deprimente, y constante. Mi barbero, un tipo sin prejuicios que, como buen profesional, tiende a hablar bien de todo el mundo, me dijo del otro día que si entraba 'un moro' en su local tendría que cerrarle la puerta. 'No quiero arriesgarme a perder mi clientela'. Es la misma lógica, a la vez cándida y cínica, de los que se oponen a la instalación de una mezquita por miedo a la caída del precio de su vivienda. De repente, me encuentro defendiendo la universalidad de los derechos humanos ante dos amigas que en sus años mozos militaron en la izquierda. Coronando el clamor callejero, salen a la palestra los primeros carroñeros. Un turbio mequetrefe, por ejemplo. No tiene representación alguna, no tiene currículo, no tiene partido, pero ya obtiene portadas. Ha sido entrevistado en todas partes y resplandece bajo una nube de fotógrafos como el fichaje más prometedor. ¿Cómo no temer que los carroñeros se conviertan en las estrellas del futuro?
Algunos de nuestros políticos (incentivados por el sorprendente carisma de Fortuyn, sobre el que no pesaban algunos integrismos que lastran a Le Pen) han decidido hablar 'de lo que se dice en la calle': por miedo al tifón populista. O por interés: incapaces de reprimir el deseo de aprovechar la coyuntura para darse un baño de multitudes y obtener, si se tercia, un buen bocado electoral. Es casi tan inquietante la tentación populista de algunos políticos como el sensacionalismo de los medios que han regalado portadas al carroñero. Es la demostración de que nadie parece dispuesto a sacrificar votos o ventas, de que nadie va a poder resistir la tentación de una buena pesca en aguas turbias. Precisemos. Casi nadie. Al margen del ceremonioso acuerdo del miércoles en el Parlament (veremos qué puede dar de sí, hablando de inmigración, un acuerdo que no afecta sensiblemente a los presupuestos), no todos los partidos se comportan igual ante el fenómeno. Los dos políticos más importantes del país, por ejemplo, llevan tiempo tratando de prevenirlo.
Hace tres años, Pasqual Maragall empezó el periplo preelectoral bajo el impacto del conflicto de Ca n'Anglada. Agarrando aquel toro por los cuernos, lo convirtió en argumento ejemplar de su propuesta de descentralización interna catalana. ¿Quién sino el alcalde -decía- está mejor situado para descubrir, atender y resolver las dificultades del encuentro entre los vecinos de los barrios más humildes y los nuevos inmigrantes que en ellos se instalan? Vivienda, trabajo, educación y bienestar deberían ser traspasados con sus respectivas partidas presupuestarias a los ayuntamientos para suavizar con todos los medios posibles el encuentro, inevitablemente duro, entre dos mundos humildes (los últimos en llegar y los penúltimos). También Jordi Pujol ha pensado bastante en ello. Defiende con ahínco desde hace años la inversión catalana y española en el Magreb para facilitar el desarrollo y evitar las oleadas que los demógrafos anunciaban y nuestra economía reclama. Pujol se ha mostrado más racional en esta cuestión que muchos de sus votantes, víctimas de un comprensible desasosiego cultural, aunque algunos signos indican que está siendo tentado por la pesca turbia. Dedicó su intervención del pasado miércoles en el Parlament a contar, con retintín, los dineros que cuesta la inmigración. Su cambio de acento es evidente: un año atrás, la consejera Irene Rigau, con excelente criterio pedagógico, dio publicidad a un estudio muy serio que demostraba lo contrario: que, cifras en mano, la emigración es un negocio redondo para los catalanes.
Las recetas políticas llevan tiempo criando polvo sobre las mesas del poder. Inversión empresarial allí, inversión social aquí. Por razones varias, no se aplican. Y tal como vuelan, los tiempos están a punto de caducar. ¿Qué hacer? No se lo pregunto a los políticos (fáciles secantes de toda responsabilidad). Me lo pregunto a mí mismo. ¿Vamos los periodistas a contemplar la expansión del populismo ideológico a la manera de Poncio Pilatos? ¿Pescaremos audiencias en estas aguas turbias? ¿Vamos a seguir destacando exclusivamente el integrismo de los que llegan? ¿Vamos a seguir mostrando a los clérigos analfabetos mientras silenciamos a esos niños pobres y sucios que llegan a hablar entre cuatro y seis lenguas? ¿Y los devotos de lo políticamente correcto? ¿Están dispuestos a renunciar a su melindroso maximalismo para salvar los muebles de nuestra democracia? ¿Están dispuestos a ensuciar sus exquisitas manos para defender a gente como la brava alcaldesa de Premià? Los valores democráticos están en peligro. Son muy frágiles. La tentación es ahora construir una democracia de dos pisos. Ya los griegos, que la inventaron, cerraban los ojos a los esclavos que sostenían, en el piso de abajo, a la refinada sociedad que también inventó el gran teatro y la mejor filosofía.
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