En el diván
Los españoles o los italianos todavía no le conceden demasiada importancia, pero los norteamericanos y los ingleses empiezan a tomarlo en serio. El Síndrome de Fatiga Crónica (SFC) se ha convertido en una patología de la que se sienten víctimas una mitad de los habitantes en los países anglosajones y la conciencia de la enfermedad ha inducido a conocer que todas las semanas, cuando llega el lunes, un 23% de la población se declara carente de toda motivación. Pero el viernes, hasta un 35% confiesa, si no le falla la memoria o la capacidad de concentración, que ha perdido toda facultad para cumplir órdenes. La gente corriente está palmariamente cansada y a la vez agotada de continuar sin soluciones.
La impresión de trabajar más horas de las debidas y de hallarse al borde de cualquier ataque cerebral o coronario es compartida no sólo por los hacinados habitantes de Hong Kong, sino por casi cualquier ciudadano de provincias. El Síndrome de Fatiga Crónica ha sido descrito en los manuales como un trastorno asociado a la depresión o a la falta de sueño, se ha relacionado con conflictos profesionales, familiares, económicos o del aparato digestivo. En definitiva, podría ser corroborado con una general manera de estar aquí.
Alain Ehrenberg consideró a este fenómeno y a sus diferentes variantes psicosomáticas como una consecuencia moderna de 'la fatiga de ser yo'. No por el cansancio de ser uno mismo a secas, sino debido al peso de ser un 'yo' social, apreciable, buen profesional, padre o madre ejemplares. Ahora hay que responder a demasiadas cosas y sin contar con la certeza de que se atienden adecuadamente. Ahora hay que ser productor, pero también un buen consumidor; se debe prestar cuidado a la pareja actual y a la anterior, debe practicarse algún deporte, ser un ciudadano que recicla y vota, un conductor prudente, un contribuyente leal, un colaborador de ONG, pero no será posible, con todo, saber si está haciendo como Dios manda. Porque ahora, justamente, Dios ya no manda. Nadie legitima.
La suma de incontables tareas las han detectado especialmente las mujeres en su paradójico papel de 'liberadas', pero cualquiera se encuentra en algún grado bajo la enfermedad de la fatiga. Hasta un 60% de los alumnos acuden a clases de secundaria habiendo dormido menos de lo debido y las bajas por astenia llegan desde los ejecutivos de Merryl Linch hasta los conductores de autobuses interurbanos.
La gente está muy cansada. Y harta, además, de que las oportunidades de reposo se esfumen incomprensiblemente a medida que el progreso avanza. En 1945 se disponía de unas 45.000 horas libres en la vida y en 2000 se llegó a las 170.000. Es verdad que ahora se vive más tiempo y se dispone de más horas totales, pero habría que vivir hasta cuatro veces más, llegar hasta los 240 años, para que la proporción de horas libres fuera la misma que hace 55 años. En la actualidad hay más tiempo, pero, a la vez, se vive en una contradicción asfixiante.
¿Qué hacen entretanto los políticos, los ideólogos, los reformadores? Discuten, se calumnian, crean comisiones de investigación sobre el lino, se denuncian sobre fondos financieros de gente rica. Ningún grupo parece pensar en programas para mejorar la vida de los millones de votantes que viven cansados. Ni siquiera se les ocurre reflexionar sobre el sentido de la política como ocupación para mejorar la calidad de la circunstancia colectiva. La medicina, automáticamente, se encarga de producir más años para vivir, pero la mala ordenación de los horarios comerciales, las escasas asistencias sociales y domésticas, la mezquina regulación del tráfico, la corrupta concepción del urbanismo, la nula propuesta para la felicidad define el contenido de los programas. O lo que es lo mismo: mientras la gente clama con su abstencionismo electoral que está exhausta, los políticos tienen la mente en blanco. Concentran su trabajo en la defensa de sus bancos azules cuando media humanidad deprimida, invisible, se encuentra alrededor, tumbada en los divanes.
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