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Columna
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Un mercado

Hace ya más de un cuarto de siglo que se derribó aquel viejo mercado de la Encarnación, situado en lo que es un perímetro entrañable, en su sentido literal, de Sevilla, aunque a veces no sea apto para turistas y visitantes por horas. Aquel derribo se adelantaba a la reconstrucción de un mercado moderno que debía estar de acuerdo con las corrientes más respetuosas con un modelo de ciudad para vivir, que no es lo mismo que mantener la fachada. Buenos proyectos los hubo aunque, la historia hablará, nunca se pudieron llevar a cabo, unas veces por la negativa de los propios autónomos del mercado y otras por razones políticas. Han pasado casi tres décadas y el solar ha seguido ahí, impertérrito, acogiendo un aparcamiento de coches, luego de autobuses urbanos, y siempre testigo de la imagen de Sevilla como ciudad ensimismada.

Del cero al infinito. Se acabó el solar vacío; nuestro Ayuntamiento de coalición, socialistas y andalucistas gobernando con un exacto y hermético reparto de tareas, ha aprobado otorgar a un grupo de empresas la concesión para construir y gestionar por 50 años esa zona que albergará un mercado bajo suelo y un aparcamiento rotatorio para varios cientos de coches. La plaza de la Encarnación, una de las señas de identidad de la ciudad, pasará a ser lo que con acierto el profesor Ojeda y otros profesionales han denominado un 'no-lugar.com', marcado por la explotación masiva e intensiva del suelo público además de por la impersonalidad y el urbanismo estandarizado.

Con la carrera electoral municipal ya arrancada, algún candidato comienza a hablar de la Sevilla que quiere e incluso de la que se imagina en el futuro. Ahora bien, si miramos atrás, debemos recordar los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando la especulación y el urbanismo salvaje era actividad diaria que contaba con la colaboración o anuencia de una corporación no democrática. Entonces surgió un intenso y decisivo movimiento de defensa de la ciudad como ámbito de convivencia, de respeto a su patrimonio y de civismo comprometido. La cruel ironía es que la institución cuyo fundamento democrático es la defensa de lo público sea la que, tres décadas después, defiende o permite idéntica privatización de ese patrimonio colectivo. Nos queda como consuelo que, como ayer, se consolide y extienda una opinión crítica frente a esta insensatez.

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