Exagerar la nota
Ha llovido mucho desde el nacimiento del Festival de Eurovisión, en 1956, pero la idea de mezclar europeísmo musical y concurso sigue siendo lo bastante peregrina para funcionar. Si se gana, cada país le da a la victoria un sentido que varía en función de sus carencias, a remolque de una industria que ve en estos montajes el escaparate para vender y, a falta de señas identitarias más serias, imponer nostalgias aptas para todos. Este país ha superado con creces todos los niveles de ese patrioterismo que sirve tanto para santificar el gol de Zarra como para elevar a categoría de santa Rosa de España a una granadina entrañable y que, cuando caiga en manos del lado oscuro de la industria, podría acabar siendo Marchita de Estonia virgen y mártir con todo su ejército de coros y danzas incluido.
Para endulzar el recuerdo de viejas derrotas, TVE ha apostado por Operación Triunfo con la intención de olvidar un pasado del que Massiel sigue viviendo los lunes y miércoles y renegando los martes y jueves. A otros, en cambio, les persigue la leyenda de un fiasco, como a Remedios Amaya, que por una barca que no supo manejar está condenada a que no se valore su duende gitano. De José Guardiola se cuenta que tuvo que poner dinero para cubrir los gastos de una expedición que no tiene nada que ver con el lujo que ha rodeado la de este año, anunciada con un spot promocional estupendo en el que se tararea el himno de Eurovisión y cuyo lema dice 'Todas las voces de España'. Puede que sea cierto: sólo faltó la Brunete para completar una estrategia que tenía por misión ponerle la guinda al sabroso pastel de OT. Siguiendo con el símil culinario, OT ha sido el plato fuerte; Triunfomanía, un segundo indigesto, y la traca final de Tallin, precedida ayer por un despliegue brutal desde Granada, un postre enriquecido con glamour barato y esperanto de academia de idiomas, una mezcla que produce una erosión neuronal de consecuencias imprevisibles en el espectador.
¿Quién iba a pensar que las cosas acabarían así? Nadie. Y ésa es la gran lección del invento: confirmar que el azar y el gusto del público todavía pueden dar sorpresas, sobre todo si sus protagonistas no traicionan la mezcla de ingenuidad y ambición que, junto a la recuperación de la canción-espectáculo, les ha llevado hasta aquí. Éste es el gran mérito de OT: acertar con un formato bien hecho y que ha sido defendido primero con sensatez y luego con alevosía por parte de TVE y de una productora, Gestmusic, consciente de que las cosas nunca más le volverán a ir tan bien y que, por tanto, hace bien en disfrutar del momento. Pero ojo: el bombazo de OT deja secuelas. Primera: las imitaciones, que, como Estudio de actores, no le han hecho justicia al modelo imitado. Segunda: la abusiva presencia de los chicos de OT en la parrilla de los últimos meses, explotando no ya su simpatía, sino exhibiendo obscenamente sus discos de platino. A nivel televisivo, pues, OT y sus derivados han exagerado la nota hasta tal extremo que, cuando Rosa sale al escenario de Tallin, a muchos ya nos da lo mismo que gane o que pierda. No porque no seamos patriotas constitucionales como Dios manda, sino porque estamos hasta las mismísimas narices de la dichosa celebration.
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