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LECTURA

La nueva diplomacia rusa

En el umbral del nuevo milenio se ha recrudecido la lucha en torno a los principios básicos del nuevo orden mundial, que vendría a sustituir el sistema bipolar de la segunda mitad del siglo XX.

No hay duda de que el final de la guerra fría ofreció a la humanidad unas perspectivas inéditas para replantearse los asuntos internacionales sobre una base equitativa y democrática. A principios de los noventa, el esfuerzo común de la URSS, Estados Unidos y otros países permitió erradicar el peligro de una guerra nuclear de carácter global, reducir los arsenales estratégicos, reforzar la confianza recíproca en el ámbito de las relaciones internacionales, conseguir la distensión en Europa y solucionar el problema alemán de manera civilizada. La comunidad internacional tuvo la oportunidad histórica de establecer un nuevo orden mundial sobre principios democráticos y de derecho. Se trataba de entrar en el siglo XXI dejando atrás los conflictos del pasado, pero al mismo tiempo conservando todo el legado positivo de los tratados internacionales suscritos en los años anteriores.

La nueva diplomacia rusa. Diez años de política exterior'.

Ígor Ivánov. Alianza Editorial.

La estabilidad de varios Estados se vio comprometida merced a los conflictos étnicos, el extremismo y el separatismo militante, y creció el peligro de proliferación de armas nucleares
La idea de unificación europea se iba sustituyendo por el concepto de 'OTAN-centrismo', que pretendía basar la seguridad europea en la única alianza político-militar existente
Rusia tenía plena conciencia desde el principio de que la OTAN había tomado una ruta equivocada en Yugoslavia. Las advertencias y las preocupaciones manifestadas por la diplomacia rusa se han cumplido por desgracia

Esta oportunidad, sin embargo, no fue aprovechada plenamente. Tal como sostienen los autores de un reciente estudio del East-West Institute, 'se perdió la oportunidad única de utilizar el final de la guerra fría y el derrumbe de los regímenes comunistas para lograr un nuevo orden mundial basado en el consenso entre las grandes poten-cias, en la creciente influencia y eficacia de la ONU, en una nueva arquitectura de seguridad europea destinada a sustituir el antiguo sistema de equilibrio militar entre las dos alianzas enemigas, y en la redefinición de unas nuevas garantías de seguridad para el lejano Oriente, Asia central y del sur y otras regiones. Tampoco se aprovechó la oportunidad sin precedentes de conseguir un avance histórico en el desarme y en la reducción de los arsenales nucleares, heredados de la guerra fría, garantizando la no proliferación de armas de destrucción masiva y la reducción de las armas convencionales en Europa y el lejano Oriente. No se alcanzó un acuerdo que hubiera establecido un mecanismo para la imposición y el mantenimiento de la paz, basado en las decisiones colectivas de Rusia y de Occidente acerca de la aplicación de la fuerza en caso necesario y en la implementación conjunta'.

Pero ¿cuáles han sido las principales razones de ese fracaso? Una de ellas radica en que la dimensión real de los problemas y de los retos surgidos tras el desplome del sistema bipolar resultó ser de mayor envergadura de lo que cabía suponer a principios de los noventa.

La estabilidad de varios Estados e incluso de regiones enteras se vio comprometida merced a los conflictos étnicos, el extremismo y el separatismo militante. Creció el peligro de proliferación de armas nucleares y de otras armas de destrucción masiva y de sus vehículos. Se amplió el abismo entre los países industrializados y los países subdesarrollados, algo que de por sí constituye una fuente de potenciales antagonismos y conflictos.

Las nuevas amenazas

Resultó dañado el equilibrio climático y medioambiental de nuestro planeta. La humanidad está amenazada por diversas y nuevas enfermedades infecciosas. El tráfico ilícito de drogas crece como la espuma, coincidiendo con el progresivo crecimiento del crimen organizado.

En el contexto de un mundo abierto e interdependiente, semejantes desafíos adquieren carácter transnacional, amenazando la seguridad de todos los Estados. Lo confirma la proliferación del terrorismo internacional, que se ha convertido en uno de los retos más peligrosos a afrontar por la comunidad de naciones. El eje de la 'internacional terrorista', que se ha extendido desde los Balcanes hasta Filipinas e Indonesia, pasando por el Cáucaso septentrional y Asia central, amenaza con desestabilizar la situación no sólo en los correspondientes Estados, sino en regiones enteras, comprometiendo la seguridad internacional.

Los ataques terroristas del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, cuya dimensión y crueldad no conocen precedentes, han demostrado cruentamente que en el contexto de un mundo global e interdependiente ningún Estado tiene las espaldas cubiertas contra los nuevos peligros y desafíos. De ahí que sea preciso buscar respuesta a la amenaza terrorista de manera colectiva, mediante un esfuerzo común de toda la comunidad internacional que aproveche al máximo el potencial de la ONU. Rusia, que conoce en carne propia lo que es el terrorismo internacional, fue de los primeros países en convocar a los Estados a aliarse contra el enemigo común y ha participado de forma activa en la creación de la coalición antiterrorista global.

Es preciso reconocer que la comunidad internacional no estaba preparada en general para afrontar estos retos. Cierto es que en las últimas décadas el mundo ha acumulado una extensa experiencia en la solución constructiva de problemas y conflictos internacionales, incluida la que se ha adquirido en las operaciones de mantenimiento de la paz y de solución política de las crisis. Sin embargo, no se ha formulado todavía una estrategia para el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales que corresponda a las exigencias de la época moderna. Parece cada vez más evidente que este problema requiere un enfoque sistémico. Ante la comunidad internacional se plantea una cuestión fundamental: ¿cuál tiene que ser el futuro orden mundial?

Al término de la guerra fría, las relaciones internacionales se quedaron sin los mecanismos tradicionales de mantenimiento de la estabilidad propios de aquella época. Sin embargo, aún no han aparecido mecanismos alternativos que correspondan adecuadamente a los cambios fundamentales que se producen en la situación internacional. Para el director del Instituto Internacional de Estudios sobre los Problemas de la Paz de Estocolmo, A. Rotfeld, 'todavía no se ha elaborado ni un solo principio institucional acerca de la seguridad global'.

Factores de estabilidad

En el mundo occidental existe la convicción de que la amplia difusión de los valores democráticos y la transición de cada vez más países a la economía de libre mercado constituyen en sí mismos poderosos factores de estabilidad en el ámbito internacional. Un explícito ejemplo de esta ideología es la visión que sobre las relaciones internacionales comparten los analistas del Institute for National Strategic Studies, que funciona bajo la égida del Pentágono.

La parte esencial del concepto es la clasificación que categoriza cuatro tipos de Estados dependiendo del nivel de desarrollo y de estabilidad democrática alcanzados. Serían los 'Estados del núcleo' (core states), los 'Estados en transición' (transition states), los 'Estados proscritos' (rogue states) y los 'Estados fracasados' (failed states). De acuerdo con esta clasificación, a cada uno de los Estados se les pone una 'nota de comportamiento', cuyo criterio esencial es la afinidad del país en cuestión con el ideal democrático encarnado por el sistema político de Estados Unidos.

Se evidencia, sin embargo, el hecho de que el proceso de democratización, no obstante su influencia positiva, no es por sí solo el 'elemento constitutivo de la seguridad global' al que nos hemos referido antes. Lo confirma, especialmente, la naturaleza de los conflictos locales que hoy se producen. Pese a que la mayoría de ellos son de carácter interno, no proceden de un enfrentamiento entre la democracia y la dictadura, sino que se alimentan de conflictos interétnicos y religiosos, de la corrupción social y del separatismo militante. Más aún, la experiencia de distintos países desarrollados, como el Reino Unido, España, Francia o Bélgica, demuestra que los Estados con un sistema democrático estable corren el riesgo asimismo de enfrentarse a conflictos étnicos y religiosos. En el mejor de los casos, el régimen democrático impide la escalada de tales problemas y permite hallar una solución civilizada a los mismos, aunque ello no erradica sus orígenes fundamentales.

La democratización, como tal, no es el remedio contra los retos a los que se enfrenta la comunidad internacional. Al contrario, la propia democracia necesita ser protegida de las amenazas del terrorismo y del crimen organizado. En lo que se refiere a la proliferación de armas de destrucción masiva, la práctica internacional ha demostrado que en muchas ocasiones respetables Estados democráticos resultan implicados en la carrera armamentista y en conflictos regionales.

Todo ello permite concluir que la definición del carácter del futuro orden mundial constituye hoy el problema central de las relaciones internacionales. ¿Será un sistema multipolar que tenga en cuenta los intereses de la comunidad internacional o se tratará de un orden que imponga los intereses de un único Estado o de un grupo de Estados al resto del mundo? La capacidad de la humanidad para controlar los procesos mundiales y evitar el deslizamiento hacia el caos en los asuntos internacionales dependerá de manera crucial de cuál sea la respuesta a esta pregunta.

Entretanto, la conformación de un nuevo sistema de relaciones internacionales ha adquirido un complejo y prolongado carácter. Los observadores internacionales se han mostrado incapaces de hallar una definición exhaustiva para la actual etapa de relaciones internacionales. Unos la caracterizan como 'el nuevo desorden mundial' (Henry Kissinger); otros, como un 'amorfo sistema de seguridad que carece de la estructura bipolar y de la transparencia ideológica de los tiempos de la guerra fría'.

No faltan los pronósticos que sostienen que la actual etapa de incertidumbre puede durar varios decenios. Los escenarios previstos oscilan entre el advenimiento de la era del bienestar universal en un mundo globalizado y el imperio de la anarquía total en los asuntos internacionales.

Sea como sea, lo cierto es que el sistema internacional se encuentra en un periodo de transición, más aún desde la tragedia del 11 de septiembre, y que su futuro depende de la voluntad política de los Estados. Son precisamente las potencias mundiales las que deben asumir la tarea de determinar los parámetros del nuevo orden mundial, y establecer mecanismos fiables para el mantenimiento de la seguridad y de la estabilidad en las relaciones internacionales. Dada la actual situación de la humanidad, la formación del nuevo sistema internacional requiere de un deliberado y concreto esfuerzo común de todos los Estados. En caso contrario, la marea de la globalización enfrentada a la inacción y al egoísmo nacional, cuando no al resurgimiento de la rivalidad y de los intentos de garantizar los intereses propios a costa de los demás, no hará más que agravar las tendencias negativas haciéndolas cada vez menos controlables para la comunidad internacional.

Modelos opuestos

Desgraciadamente, todavía no existe un consenso conceptual sobre esta cuestión en el ámbito internacional. Más aún, en los años noventa se contraponían dos conceptos radicalmente distintos sobre el nuevo orden mundial. Uno de ellos abogaba por el modelo unidimensional al proponer el dominio de los países más desarrollados sobre la base del poderío económico y militar de Estados Unidos y la OTAN. Pero, como demostraron los recientes acontecimientos de Yugoslavia, este modelo no ofrece a los demás ninguna otra opción que la de aceptar las reglas del juego establecidas y a veces hasta impuestas por ese 'club de países privilegiados'.

Este concepto tiene raíces muy profundas que se derivan, como se ha mencionado antes, de una estimación errónea de los cambios producidos en el ámbito internacional a principios de los años noventa. Según confiesa el ministro de Asuntos Exteriores francés, Hubert Vedrine, 'Occidente, que se consideraba vencedor de la Tercera Guerra Mundial, o de la guerra fría, ha acabado pensando que sus capacidades no tenían límite y, apoyándose en la superioridad tecnológica, no encuentra razones que le impidan imponer sus ideas por doquier'.

Pese a la insistencia en que se trata de establecer la democracia en todo el mundo, Estados Unidos y sus aliados comenzaron a 'aplicar métodos oligárquicos en las relaciones internacionales', según el acertado comentario del ex director general de la Unesco Federico Mayor Zaragoza.

El concepto unidimensional provocó lógicamente una revisión de los principios democráticos en el ámbito de las relaciones internacionales, que habían comenzado a abrirse camino tras la caída del muro de Berlín. Así, la idea de la unificación europea iba siendo gradualmente sustituida por el concepto de 'OTAN-centrismo', que pretendía basar la seguridad europea en la única alianza político-militar existente. La OTAN, que no limitaba sus ambiciones sólo a la expansión hacia el Este, aprobó una nueva estrategia que ampliaba el marco de sus actividades más allá de los límites establecidos en el Tratado del Atlántico Norte. La nueva estrategia toleraba el ejercicio de la fuerza sin sanción previa del Consejo de Seguridad de la ONU, en una evidente violación de la Carta de la ONU y de los principios básicos del derecho internacional.

La operación militar de la OTAN en Yugoslavia, que provocó la crisis internacional más seria de la posguerra fría, fue el campo de entrenamiento que sirvió para perfeccionar el concepto de 'OTAN-centrismo'. Son bien sabidas las consecuencias de esta crisis, que asentó un potente golpe a los pilares del derecho internacional y de la estabilidad. Los aspectos militares de la seguridad volvieron a primer plano, en tanto se opinaba en muchos países que el armamentismo acelerado es el único camino para protegerse de la agresión. Como consecuencia de estos procesos ha brotado una visible amenaza adicional al estatuto de la no proliferación de armas de destrucción masiva y de sus vehículos.

Yugoslavia y la OTAN

Actualmente, el mundo occidental está reconsiderando con desgana su percepción de esta acción arbitraria, cediendo a la presión de los hechos reales. Se está llegando a la conclusión de que la operación en Yugoslavia no puede servir de 'modelo' para las futuras actividades de la Alianza en este ámbito.

Rusia tenía plena conciencia desde el principio de que la OTAN había tomado una ruta equivocada. Las advertencias y las preocupaciones manifestadas por la diplomacia rusa durante las tentativas para prevenir la acción agresiva de la Alianza se han cumplido, por desgra-cia. La operación militar no sólo no logró solucionar ni uno solo de los problemas de los Balcanes, sino que, por el contrario, los condujo a un callejón sin salida, de modo que su solución requiere hoy de enormes esfuerzos diplomáticos. Por último, la operación de la OTAN ocasionó nuevos daños a la población civil del enclave, cuando pretendía poner fin al sufrimiento de los civiles.

En aquellas circunstancias, para Rusia era igualmente inaceptable desentenderse de sus compromisos en el ámbito internacional, o entrar en un conflicto con la OTAN. La diplomacia rusa eligió un camino constructivo que hizo posible detener la agresión y reanudar el proceso de negociación política del problema yugoslavo, cuyas conclusiones y principales parámetros recoge la resolución 1.244 del Consejo de Seguridad de la ONU.

La crisis de los Balcanes planteó a la comunidad internacional varios problemas fundamentales. A fin de justificar la acción militar de la OTAN, el mundo occidental intensificó la propaganda alrededor de conceptos como 'intervención humanitaria' y 'soberanía restringida'. Se intentó imponer la tesis de que la defensa de los derechos humanos y la prevención de catástrofes humanitarias admite el ejercicio de la fuerza contra Estados soberanos sin sanción previa del Consejo de Seguridad de la ONU.

Claro está que la comunidad internacional ni puede ni debe tolerar flagrantes violaciones de los derechos humanos que hagan sufrir a los pueblos, sobre todo porque las crisis de carácter humanitario pueden afectar al mantenimiento de la estabilidad regional e internacional. No obstante, resulta inadmisible combatirlas con métodos que atenten contra el derecho mismo. La falta de respeto a los principios de soberanía e integridad territorial de los Estados, consagrados por la Carta de la ONU, puede hacer estallar la estabilidad de todo el sistema internacional.

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