Por decreto-ley
Hay decisiones que revelan un estilo; y la que tomó el Consejo de Ministros de aprobar por decreto-ley la reforma de la protección por desempleo, de forma que entre en vigor el próximo lunes, revela un estilo autoritario, al margen de que la posterior tramitación parlamentaria permita introducir enmiendas al texto. Nada nuevo bajo el sol. Muchas de las recientes iniciativas gubernamentales, desde la reforma de la enseñanza a sus actitudes sobre el problema de la inmigración responden a ese mismo talante, aliado con una concepción unívoca de España y la democracia. El Gobierno disfraza su iniciativa con pías referencias a la necesidad de estimular la búsqueda activa de empleo por parte de quienes lo han perdido; sin embargo, el recurso a la fórmula del decreto-ley confirma que su motivación principal es responder a la convocatoria de huelga general por parte de los sindicatos con un acto de firmeza. En su afán por ganar ese pulso, está dispuesto a poner en peligro el delicado sistema de negociación y acuerdo con las fuerzas sociales que exige una sociedad democrática avanzada y que el Gobierno ha exhibido como patrimonio político en los momentos en que le convenía.
¿Qué razones de 'extraordinaria y urgente necesidad', tal como exige el texto constitucional, justifican la aprobación por decreto-ley de una reforma sobre la percepción por desempleo? Ninguna. El Instituto Nacional de Empleo (Inem) presenta un superávit de casi 3.000 millones de euros (medio billón de pesetas), que el equipo económico está utilizando para cuadrar las cuentas del Estado en un dudoso ejercicio de contabilidad creativa. Los problemas de fraude y abuso, que sin duda existen, no pueden considerarse un mal endémico ni generalizado y, por otra parte, tampoco constituyen una novedad en el panorama de nuestra seguridad social. Pueden y deben corregirse, además, mediante el reforzamiento de la inspección y la aplicación de normas ya existentes, contando con la colaboración de los sindicatos.
El ministro de Trabajo dijo el domingo que el Gobierno aprobaría la reforma, 'con o sin consenso, para lograr el pleno empleo'. Sin embargo, es insostenible que sus propuestas vayan a favorecer seriamente la creación de puestos de trabajo, al margen los ahorros eventuales que pueda suponer para algunas empresas la desaparición del llamado 'salario de tramitación'. Si la reforma se hubiera orientado hacia la creación de empleo, habría tenido que entrar a fondo en el deficiente funcionamiento del Inem como agente de intermediación y apostar por medidas no coercitivas, primando la capacitación y el reciclaje profesional de los desempleados.
Excluidas las motivaciones técnicas, sólo quedan las políticas. El Gobierno ya impuso a los sindicatos una reforma de la contratación laboral en marzo de 2001; quizá midió mal la resistencia que las centrales estaban dispuestas a presentar en esta ocasión y se ha visto obligado a elevar el envite conforme los sindicatos consolidaban su oposición cerrada a los cambios patrocinados por el Ministerio de Trabajo. Durante un mes, el Gobierno ha demostrado su incapacidad para llevar a buen puerto cualquier conversación que no se desarrollara en términos impositivos. Los sindicatos, por su parte, han hecho su particular contribución a esta espiral absurda, enredándose en un diálogo de sordos y enarbolando la amenaza de la huelga general desde el primer momento. Han contestado, así, a la rigidez con la rigidez, quizás necesitados de volver a escalar algunos puestos en un liderazgo social que ejercen cada día menos. De modo que existen motivaciones políticas en las posturas de ambas partes y nada de raro hay en ello, porque, como dicen los más viejos del lugar, una huelga general es siempre política. Y tiene derecho a serlo.
La huelga es un derecho constitucional, normal en todos los países democráticos, y no debe criminalizarse su ejercicio, ni contraponer al mismo el 'prestigio de España' o retóricas de ese tenor. Pero es más que dudoso que la sociedad española reclame el recurso a esa forma extrema de protesta, que podía haber estado precedida por paros limitados, demostraciones y manifestaciones antes de que los sindicatos se lanzaran en tromba a utilizar medida tan severa. Las centrales obreras asumen un riesgo considerable al plantear este órdago, que puede resultar costoso para la economía española y que afecta inevitablemente a muchos ciudadanos que no se sienten concernidos por este pulso entre sindicatos y Gobierno. El empecinamiento de éste en no agotar las vías de diálogo choca así frontalmente con un maximalismo peligroso. Que el Gobierno no tenga razón no significa que sí la tengan los sindicatos a la hora de hacer esta convocatoria. Por lo demás, en la misma medida en que éstos invocan su derecho a la huelga, están obligados a ganarla limpiamente y a garantizar a los ciudadanos que no convertirán esa acción legítima en un ejercicio de coacción sobre aquellos que quieran ejercer el 20 de junio su derecho a trabajar, igualmente constitucional.
Si alguien quisiera poner remedio a este litigio, diríamos que queda todavía tiempo para la reflexión. Pero ni el Gobierno ni los sindicatos parecen pretender hoy nada diferente a un desafío mutuo en el terreno de los principios. De retos semejantes, por lo común, siempre salen mal paradas ambas partes, y con ellas, el interés de los más, cuya representación se arrogan unos y otros.
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