El infierno son los otros
Sartre ha acabado teniendo razón. Nosotros y nuestras sociedades vivimos en ese infierno, a caballo de ese miedo. Es el temor que nos acompaña cuando volvemos tarde a casa, el desasosiego que nos produce el cruzarnos en la calle con una banda de jóvenes periféricos, el sobresalto que se apodera de nosotros cuando coincidimos en un lugar anónimo y solitario con gente de color, la zozobra que suscitan los signos visibles de otras culturas en nuestros ámbitos cotidianos (la mezquita de Premia). No es pues sólo el otro como disputador de nuestra precariedad profesional, es su presunta condición de agresor de nuestra identidad, individual y colectiva, es su vocación de ladrón de nuestro futuro. Futuro posible pero reorientable, al que los señores que gobiernan el mundo han, sin embargo, convertido, gracias al terrorismo decretado universal y permanente y a la inmigración considerada como intrínsecamente perturbadora cuando no perversa, en destino inescapable. Es el señor Bush recordándonos, esta semana en Berlín, que nuestras obligaciones como cruzados antiterroristas nos llevan a preparar la guerra y su lugarteniente, el señor Blair, anunciándonos que la Armada y la aviación se alinearán en la lucha contra los inmigrantes sin papeles.
Esta respuesta militar a ese componente difícil pero esencial de la comunidad humana que es la alteridad, tanto para las personas como para los pueblos, tiene su homólogo político en el nacional-populismo. Las formaciones que en 14 países europeos -Noruega, con Carl Hagen; Reino Unido, con Nick Griffin; Francia, con Le Pen; Dinamarca, con Pia Kjaersgaard; Portugal, con Paulo Portas; Bélgica, con Dewinter; Italia, con Bossi; Austria, con Haider; Eslovaquia, con Meciar; Suiza, con Blocher; Alemania, con Schill; Países Bajos, con el partido del desaparecido Fortuyn; Polonia, con Lepper, y Rumania, con Corneliu Vadim Tudor- se inscriben, con mayor o menor plenitud, en la extrema derecha, no son propiamente fascistas, sino nacional-integristas, puesto que hacen de la exclusión del extranjero y del primado absoluto de su comunidad nacional su fundamental razón de ser. Calificar este potente conglomerado de populismo, como hacen Giuliano Amato, en el libro que acaba de publicar, y Guy Herment, en su entrevista en Le Monde, es no sólo errar el diagnóstico teórico-conceptual, sino banalizar el riesgo de una opción política muy peligrosa. Es obvio que la personalización carismática de los líderes, la ausencia de debate político, la denuncia de la corrupción, la impugnación de la burocracia y de las élites, la apelación directa al pueblo son rasgos propios de todos los populismos, pero hoy corresponden además a la sociedad mediática de masa, lo que les priva de su capacidad de diferenciación ya que afectan a la totalidad de los partidos y de las prácticas políticas. Por ello lo más determinante de la extrema derecha actual no es lo populista, sino su absolutización de lo comunitariamente propio, su nacional-populismo.
¿Qué hacer? En otro momento volveré al antiterrorismo; ahora, y de cara a la reunión de ministros del Interior de la Unión Europea y de los países candidatos, que tendrá lugar en Roma la semana que viene, con el propósito de proponer una gestión integrada de las fronteras exteriores, es imperativo recordar: 1º. Que la presión inmigratoria hace de la entrada clandestina en la Unión -entre 250.000 y 500.000 personas cada año- un proceso que no podrán detener ni la Armada de Blair ni la autocomplacida prédica de la inmigración cero. 2º. Que el supuesto previo es la armonización de las políticas de inmigración y de asilo, estancadas desde la cumbre de Tampere en 1999. 3º. Que tanto el informe de la OCDE de marzo de 2001 como la comunicación de la Comisión Europea del 24 de noviembre de 2000 sobre política comunitaria en materia de inmigración son iniciativas tímidas, pero practicables, para comenzar a resolver el problema. ¿Por qué no se continúan? Porque los otros pueden no ser el infierno.
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