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Tribuna:REDEFINIR CATALUÑA
Tribuna
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Heredarás la tierra y... el pujolismo

'Hasta Félix de Azúa habla bien de Pujol!', exclamaba admirativo Antoni Puigverd desde el plató de Barcelona Televisió (BTV), donde nos había concentrado Joan Tapia para hablar de la herencia del pujolismo. Dejando aparte el exceso de entusiasmo de ese auténtico emblema de la Girona encantadora que es Antoni (que creo que leyó más de lo que había en la columna de Félix), es cierto que Pujol ha sido recuperado para el antipujolismo. Como si después de años de despreciar las virtudes de la bestia, que son muchas, hubieran descubierto finalmente que sabía más por diablo que por viejo. El antipujolismo ha sido un error de bulto, un error que ha sumido a la izquierda en una malhumorada incomprensión de los fenómenos más terrenales de nuestra sociedad, y así, en la concentración de los males universales en una persona, han hecho dejación de sus propias responsabilidades y de sus propios males. 'No soy pujolista, pero nunca he sido antipujolista', remachaba Puigverd. Por ahí habría ido la cosa si el cava que se le calentó a Reventós la primera noche de derrota, no hubiera agriado durante décadas el discurso de la izquierda. Pujol tiene claroscuros evidentes, pero su talla política no resulta nada despreciable. Tanto que incluso ha sacado rédito justamente del desprecio que se le ha tenido.

Mi intención, sin embargo, no es hablar del hombre, sino del fenomeno, a sabiendas de que el pujolismo nace con Pujol pero lo traspasa más allá de su corporeidad. ¿Por qué motivo, me pregunto, todo el mundo quiere heredar el pujolismo? La recientes declaraciones de Carod -que serían perfectamente entroncables con algunas de servidora tiempos ha: mea culpa, mea culpa- han puesto sobre la mesa el fenómeno social, su significado y lo codicioso de su herencia. Encontraríamos muchas de Artur Mas en la misma línea, algunas de Maragall, y hasta habría, en el colmo del rizo, declaraciones del PP más listo en el mismo sentido: ponga un poco de pujolismo en sus vidas, que lava más blanco en la lavadora electoral... Pero, ¿es cierto que lava más blanco? ¿Realmente tiene sentido reclamar la herencia como carta de presentación de futuro? ¿Es lo nuestro, por tanto, un traspaso de testigo, un mero trámite sucesorio? Y ¿qué puñetas es el pujolismo? El pujolismo es un error histórico, si me permiten aterrizar con armamento pesado. Y lo digo no porque considere que todo lo hecho en dos décadas está mal, que no es el caso, sino porque nace, crece y se multiplica al albor de un país tan ávido de populismo sentimental como incapaz de digerir el vitaminaje ideológico. Es una anormalidad para un país inequívocamente anormal. Una anormalidad con razones históricas que lo sustentan, pero que se han convertido en la coartada de un mesianismo caudillar casi tan bíblico como la metáfora que podría permitirnos. Ese Pujol, ese, cual Moisés guiando a su pueblo en la travesía del desierto... La sobrecarga de sentimientos, emociones, esencias y hasta dogmas de fe con que se ha tintado la figura política de Pujol, y que explica el pujolismo, nos dice tanto sobre nuestra debilidad -quizá nuestra patología- colectiva como nos aleja seriamente de la modernidad. Porque, aunque puedan venir tiempos de muchos y variopintos populismos, el populismo siempre es una venganza del pasado sobre el presente.

Y del mesianismo al maniqueísmo. Como buena religión, el pujolismo ha casado mal con la heterodoxia, la complejidad y la disidencia, y ha necesitado crear una patente de corso de la catalanidad para sentirse seguro. Acuñada la frase del más puro pujolismo, 'és dels nostres', ésta se ha convertido en un pasaporte de poder. La Cataluña de los buenos catalanes ha existido en la medida en que ha sido necesario crear una Cataluña de los malos, tanto en versión casera botiflera como en versión quintacolumna. Liderazgo sentimental, mesianismo bíblico, demonización de los otros (en versión de puro Amenábar), también ha sido el pujolismo una poderosa maquinaria de control ciudadano. No se ha alimentado de la tan retóricamente publicitada sociedad civil, se ha servido de ella y, en el abuso, la ha neutralizado. Que todos los símbolos de un país se hayan hecho verbo y carne en una persona no define en exclusiva el pujolismo, caracteriza todos los populismos.

Populismos que tendríamos que desterrar de una vez. Una puede entender la ambición personal de alguien por ser el todo de una nación -'la historia soy yo', que diría el clásico-, pero ¿cómo es posible que una nación se lo permita? Más aún, ¿cómo es posible que lo necesite? El hecho de que haya durado más de 20 años no otorga categoría al fenómeno. Como mucho le otorga resistencia. Perpetuar el error en el futuro sólo significaría negarnos a reescribirlo.

Apelo, pues, a los herederos de la cosa a que se liberen de la herencia. Cataluña necesita lenguajes nuevos, anclados en el peso de las ideas y no en los recónditos y tortuosos parajes de las esencias. Más políticos y menos mesías. Más política y menos populismo. Y, sobre todo, la convicción de que ya somos un país maduro para liberarnos de los profetas. Menos Biblia, pues, y más ilustración. ¿La herencia? Que se la quede la historia.

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Pilarrahola@hotmail.com

Pilar Rahola es escritora y periodista

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