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EL LIBRO DE ESTILO DE EL PAÍS
Columna
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Estilo de hacer y de ser

Juan Luis Cebrián

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EN LOS MESES anteriores a la publicación del primer número de EL PAÍS, a cuantos participaron en los trabajos preparatorios les dije lo mismo:

-Lo primero de todo es redactar un libro de estilo.

Entonces no había libros de estilo, ni nada que se le pareciera, en la prensa española e incluso dudo de que muchos de los periodistas supieran exactamente a qué me refería cuando hablaba de eso. Mi propia experiencia personal al respecto era muy limitada. Tenía en mi poder un par de ediciones del manual de The New York Times y había manejado algunos otros durante una gira por distintas universidades estadounidenses en 1973. Pero la falta de experiencia en España respecto a estas materias significaba el peligro, del que queríamos huir, de hacer un manual de periodismo de uso general en vez de otro específicamente dedicado a nuestro diario. La redacción del Libro de estilo de EL PAÍS había de contemplar, además, algunos aspectos novedosos. Nos enfrentábamos a la fundación de un periódico y queríamos aprovechar el viaje para establecer algunas normas básicas que no sólo constituyeran la regla de fabricación del producto, sino que contribuyeran al establecimiento de un catálogo de deberes y derechos de los redactores que, más tarde, sería culminado con el Estatuto de la Redacción. Ambos documentos supusieron una novedad absoluta en el panorama de la prensa española, que luego se ha plagado de manuales de estilo, algunos muy buenos, por cierto.

La redacción del primer libro de EL PAÍS -un folleto, en realidad- fue una obra plural, llevada a cabo por un grupo de redactores coordinados por mí mismo que, durante semanas, debatió las opciones profesionales a adoptar. Pese a su brevedad, sigue constituyendo la esencia de los más o menos voluminosos libros de estilo que le sucedieron. La voluntad que anida en sus preceptos es definida: se trata de que el periódico mantenga una coherencia y una unidad profesional en su forma de hacer, un estilo, independientemente de quién lo escriba o quién lo dirija. Es, así, un homenaje a los derechos del lector y a nuestras obligaciones para con él, y responde a un intento de despersonalización del diario, de no convertirlo en tribuna privilegiada de nadie, voluntad que nos ha acompañado desde su fundación. Por eso dedicamos mucho tiempo, en medio de acaloradas discusiones entre nosotros, a redactar sentencias tan breves, y aparentemente tan obvias, como la de que los rumores no son noticia. No tratábamos, ni tratamos, de establecer doctrina respecto a las formas de hacer periodismo, sino de redactar y aplicar unas reglas de comportamiento a la hora de practicarlo en EL PAÍS. Por lo mismo, esa y otras muchas de sus afirmaciones pueden ser discutidas desde un punto de vista general, pero no a la hora de su aplicación en nuestras páginas.

Después del primer manual de estilo, coetáneo a la aparición del diario, vinieron los verdaderos libros, que incorporaban pequeños diccionarios de dudas. En diversas ediciones han ido enriqueciéndose y mejorándose a lo largo de más de un cuarto de siglo, pero lo fundamental de aquel primer documento colectivo sigue vigente y en pie. Responde a la convicción profunda de que el periódico se debe a sus lectores y de que no basta que los periodistas que lo hacen sean individualidades notables, pues hasta los mejores tenores fracasan si el coro y la orquesta no les acompaña.

Algunos piensan que las reglas, dada su imperfección inevitable, están para saltárselas. Yo, en cambio, he creído siempre que están para cumplirlas y para modificarlas cuando no sirven o quedan obsoletas. Un seguimiento adecuado del Libro de estilo por parte de los redactores de EL PAÍS redundará siempre en la mejora profesional de nuestro periódico. Por eso es tan de agradecer la colaboración espontánea y permanente que los lectores realizan vigilando, algunos incluso de manera puntillosa, el cumplimiento por nosotros de unas normas que nosotros mismos nos hemos dado. Un estilo, por lo demás, es una forma de hacer que responde a una forma de ser. El estilo severo, un poco cartesiano y bastante previsible de EL PAÍS no hubiera podido triunfar, como lo ha hecho, sin una norma escrita que lo avalara y lo protegiera, también, de las múltiples arbitrariedades y presiones que un periódico así recibe de continuo.

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