El futuro de España
Tres actores de una democracia liberal son esenciales para su buen funcionamiento: una ciudadanía, una clase política y una 'capa ilustrada' de ciudadanos comprometidos que pueda servir de medio y de soporte para una serie de autoridades sociales independientes o 'imparciales' (según los términos de Hannah Arendt).
Muchos comentaristas de fines del siglo XIX y comienzos del XX observaron que el funcionamiento efectivo del Estado y los partidos requería una dedicación profesional o casi profesional a la política. De aquí su tendencia a usar una expresión, 'clase política', que la propia clase política tiende a evitar, como si disimulando su identidad quisiera mantener la ilusión de que depende del electorado al tiempo que hace lo posible para independizarse de él. Pero lo cierto es que la calidad de una democracia liberal depende mucho de la calidad de esa clase política.
'Una interpretación liberal del futuro de España'
Víctor Pérez-Díaz. Taurus. Pensamiento.
Es lógico esperar que el público adquiera más confianza en sí mismo y demande más hechos y razones con los que deliberar y hacerse su propio juicio, y menos guías de conducta
Se ha consolidado una ciudadanía moderada, centrista e, incluso, conservadora. Ésta se atiene a la Constitución, con sus reglas propias de una democracia liberal
Llama la atención, en esta evolución, el carácter pragmático y decidido de los políticos, que son capaces de adaptarse a las circunstancias externas e internas con cierta rapidez
A lo largo de la experiencia democrática se ha asistido en España a tres rotaciones dentro de esta clase. En cada caso, una promoción de gentes en torno a los cuarenta años ha aprovechado con decisión el momento y ocupado el poder; se ha manejado inicialmente con prudencia, en buena medida dejándose llevar por los vientos y las mareas, pero sin perder totalmente el rumbo, y haciendo cosas distintas de las que había sugerido que haría unos años antes, para después irse demorando y enredando en los acontecimientos o ver agotados sus recursos al cabo de unos años, y, finalmente, en condiciones de relativa desmoralización, ser sustituida por la siguiente promoción de políticos, que han repetido aproximadamente la experiencia.
Jóvenes centristas
De este modo, los jóvenes políticos centristas que hicieron la transición (en su mayor parte, de origen franquista moderado) se encontraron sin el general Franco, que acababa de morir, y con una clase política franquista sin vocación de poder político y bastante dispuesta a cederlo, un país expectante y moderado, claramente inclinado a la transición democrática, y en medio de una situación internacional sumamente favorable. A los pocos años naufragaron en medio de una grave crisis económica y las aguas revueltas del nacionalismo periférico, el terrorismo y un golpe militar. Fueron sustituidos por unos jóvenes políticos socialistas que habían hecho gala de su anticapitalismo y su neutralismo en política exterior hacía apenas unos años, pero que, una vez en el poder, se apresuraron a convertirse en defensores de una política económica ortodoxa para el manejo de la crisis, y de la entrada de España en la alianza militar occidental, aprovechando la coyuntura de la entrada del país en la Comunidad Europea (que se había ido gestando a lo largo de una década y media). A los pocos años se encontraron metidos en una senda de operaciones contraterroristas que infringían las reglas del Estado de derecho, y de medidas sociales y económicas que, por su timidez y su escasa coherencia, alimentaban un paro de proporciones muy considerables. Su crédito político se fue agotando gradualmente y, en un momento de aparente crisis económica, expiró a mediados de los noventa. Los reemplazaron unos jóvenes políticos populares que habían convertido un partido de derechas, conservador y nacionalista, en otro de centro-derecha, aparentemente capaz de aceptar un modus vivendi entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, y de manejar con soltura una fase favorable, de alza, del capitalismo occidental. (Aunque las rotaciones han sido tres, el ciclo completo se ha repetido hasta ahora dos veces. Sin embargo, parece lo más probable que, en su momento, la generación actual pase por una experiencia de desgaste análoga, aunque no idéntica, a la de las financiaciones anteriores).
Llama la atención, en esta evolución, el carácter pragmático y decidido de unos políticos que, generación tras generación, parecen dispuestos a cambiar, o modular, sus discursos en cuestión de pocos años, lo que indica que son capaces de adaptarse a las circunstancias internas y externas con cierta rapidez. La principal de las circunstancias internas ha sido la consolidación de una ciudadanía moderada, centrista e incluso, en lo fundamental, conservadora. Ésta se atiene a la Constitución, con sus reglas propias de una democracia liberal, pero también con su equilibrio inestable entre el Estado central y las comunidades autónomas; a una economía de mercado en evolución gradual y lenta hacia una versión relativamente liberal, y a una política exterior de signo europeísta. La principal de las circunstancias externas es la inmersión gradual de España tanto en la Unión Europea como en el proceso de globalización de la economía y el orden geoestratégico mundial caracterizado por la desaparición de la Unión Soviética a finales de los años ochenta. Los diferentes segmentos de la clase política han tenido éxito en la medida en que se han amoldado a estas circunstancias, resolviendo con prudencia unas cuestiones y dejando otras pendientes, al tiempo que se persuadían, y persuadían al público, de que conducían al país gracias a sus cualidades de liderazgo.
Mirando al futuro, esta experiencia de aprendizaje se ha ido grosso modo acumulando, y parece haber cristalizado en tres enseñanzas (conectadas entre sí): una, relativa al orden constitucional; otra, al carácter de los políticos, y otra, al tenor de las políticas públicas. La enseñanza de la bondad de los principios constitucionales abstractos de un orden de libertad y de la paz civil ha calado en la mayor parte de la población (con algunas excepciones locales). La segunda enseñanza, asimilada sólo a medias, consiste en que bastantes ciudadanos y algunos políticos parecen haber ido comprendiendo que la talla de los políticos en tanto que 'estadistas' (es decir, políticos con influencia y autoridad moral) depende de que éstos presenten dos características: que sepan respetar y hacer respetar un orden de libertad, lo que incluye respetar el Estado de derecho, y que sean hombres o mujeres de concordia y no de discordia civil, y actúen, en consecuencia, procurando serenar las aguas, para que el debate sea claro, en vez de agitarlas, para que sea turbio, y evitando dejar tras de sí un poso de rencores partidistas.
La tercera enseñanza, relativa al tenor de las políticas públicas, ha sido aprendida con cierta facilidad y relativa rapidez por la clase política, de tal manera que la creencia de que las elecciones se ganan o se pierden en el centro político del país y que conviene seguir la trayectoria general de las políticas públicas de estas dos décadas y media de democracia ha llegado a formar parte ya de los saberes comunes de aquélla. Se supone que las dos grandes fuerzas políticas, que se suelen definir como de centro-derecha y centro-izquierda, comparten varias políticas de Estado, y no se esperan grandes cambios de su alternancia en el poder. Su prudencia en lo que pueda alterar el statu quo en la mayor parte de las áreas de actividad económica y social del país se ha ido haciendo casi proverbial, lo que no excluye su capacidad de adaptación a cambios que vengan, por así decirlo, 'solos', como, por ejemplo, los impulsados por la evolución de los mercados de capitales a escala mundial. El punto de desequilibrio del sistema está en la proclividad de ambas formaciones políticas a hacer alianzas con los nacionalismos periféricos para desbancar a su rival en las regiones o en el conjunto del país (a veces con éxito, y a veces con efectos contraproducentes).
La preferencia de la clase política por actuaciones que ella llama pragmáticas y prudentes (y que un observador externo más exigente podría calificar de apáticas y poco imaginativas) a la hora de desarrollar un orden de libertad depende, en parte, de la influencia que sobre ella ejerce una capa social ilustrada, intermedia entre la clase política y la ciudadanía en general, formada por un medio de profesionales muy diversos, comprometidos con la cosa pública, del que suelen surgir una miríada de líderes sociales, culturales y económicos con influencia en el espacio público, y una serie de autoridades sociales independientes o imparciales.
Dos mundos diversos
Simplificando las cosas, cabe distinguir, dentro de esta capa, dos mundos diversos. Uno es el de los inclinados a actuar en términos de abogados de parte, a poner sus saberes profesionales al servicio de un partido (o sus equivalentes) y a entender que comprometerse es tomar partido. Suelen ser gentes próximas a partidos políticos, sindicatos y otros grupos de interés, y tener una disposición a demandar, denunciar, exhortar y amonestar. Muchas gentes de Iglesia sienten una fuerte afinidad con ellas (aunque el contenido de sus mensajes sea distinto), y, con frecuencia, los periodistas, y en general los medios de comunicación, desempeñan este papel de 'líderes exhortativos', en cuyo caso no cabe esperar de ellos que den los dos lados de una historia y hagan justicia a las posiciones contrarias. Lo opuesto ocurriría con quienes, interesados en la cosa pública, piensan que comprometerse es comprometerse con los problemas, que lo primero es entender su complejidad y facilitar ese entendimiento al público, y que hay que ser, en lo posible, objetivos y hacer justicia escuchando a las dos partes, todo lo cual forma parte esencial de una estrategia orientada a la deliberación. Son 'líderes deliberativos', que recuerdan una y otra vez las reglas de la conversación cívica; expertos que traen a colación los hechos de la situación, y 'jueces' que tratan de ser justos. Éste es el segmento que suele servir de tierra nutricia para las autoridades sociales independientes, que pueden desempeñar un papel de árbitros.
En España, la estructura interna de esta capa ilustrada es tal que hay en ella un desequilibrio a favor de los líderes exhortativos en casi todos los campos, excepto, tal vez, en el de la vida económica. En este último, la existencia de un amplio segmento de expertos económicos, relacionados con la vida de los negocios y capaces de ir modificando sus puntos de vista al compás de la marcha de la economía mundial, ha sido importante a la hora de educar tanto a la clase política como a la ciudadanía en las reglas de la economía de mercado, y en los límites y las posibilidades de la acción política en la materia. Pero en general no se observan experiencias semejantes en las áreas de la política exterior y de defensa, la política social, educativa, sanitaria, judicial, cultural o de comunicación, por poner algunos ejemplos. Los expertos suelen desempeñar un papel modesto; las autoridades independientes son escasas. Predominan en estos campos las actividades de exhortación a las de deliberación. De aquí que se pueda discutir con vehemencia, pero las ideas suelan ser pocas, y no es raro que se reitere, una y otra vez, lo que ya se dijo, o se quiso decir (pero no se dijo con claridad, por confusión), o se pensó decir (pero no se dijo por prudencia), hace diez o veinte años. A veces se importan ideas o eslóganes del exterior, con vistas a utilizarlos rápidamente en la lucha partidista. Pero la emergencia de nuevas ideas desde dentro es dificultosa, ya que la manifestación de posiciones independientes se ve inhibida con frecuencia por el procedimiento del silencio sistemático: quienes están en desacuerdo con ellas las silencian con deliberación, y quienes están de acuerdo las descuidan por desidia.
Tres factores
Esta primacía relativa de las tomas de partido y de las actuaciones de exhortación y amonestación es comprensible, habida cuenta de tres factores. Primero, la debilidad del sistema de educación superior durante la mayor parte del siglo XX. Segundo, el exceso de moralismo (de raíces católicas o marxistas) en la formación de las creencias y los sentimientos de las generaciones que han ido llegando a posiciones de liderazgo o de influencia entre mediados de los años setenta y la actualidad. Tercero, el provincianismo o localismo de la vida española, característico de la mayor parte del siglo XX, que ha permitido una circulación relativamente restringida de las ideas, lo que da cierta ventaja a las ideas simples pero expuestas con insistencia a un público deferente o de reducidos horizontes. Estas tres circunstancias, combinadas, han reforzado la importancia relativa de los líderes exhortativos, les han facilitado el desarrollo de una confianza en sí mismos que compensaría su falta de experiencia o su sensación de ignorancia, y les han ayudado a entender su relación con el público mediante la analogía de los líderes benévolos que guían a sus masas o los pastores benignos que conducen a sus rebaños.
Ahora bien, mirando al futuro, parece probable que este sesgo de la capa ilustrada a favor de una cultura de la exhortación, todavía dominante, se irá corrigiendo, ya que aquellos factores se van debilitando. Es lógico esperar que, aunque lentamente, el sistema educativo superior mejore, el moralismo en la formación de la gente se reduzca y el esquema mental de referencia de muchos se amplíe; y que, como consecuencia, el público (esa sociedad de clases medias y esa ciudadanía activa a las que me he referido) adquiera más confianza en sí mismo y demande más hechos y razones con los que deliberar y hacerse su propio juicio, y menos guías de conducta.
Tres actores de una democracia liberal son esenciales para su buen funcionamiento: una ciudadanía, una clase política y una 'capa ilustrada' de ciudadanos comprometidos que pueda servir de medio y de soporte para una serie de autoridades sociales independientes o 'imparciales' (según los términos de Hannah Arendt).
Muchos comentaristas de fines del siglo XIX y comienzos del XX observaron que el funcionamiento efectivo del Estado y los partidos requería una dedicación profesional o casi profesional a la política. De aquí su tendencia a usar una expresión, 'clase política', que la propia clase política tiende a evitar, como si disimulando su identidad quisiera mantener la ilusión de que depende del electorado al tiempo que hace lo posible para independizarse de él. Pero lo cierto es que la calidad de una democracia liberal depende mucho de la calidad de esa clase política.
A lo largo de la experiencia democrática se ha asistido en España a tres rotaciones dentro de esta clase. En cada caso, una promoción de gentes en torno a los cuarenta años ha aprovechado con decisión el momento y ocupado el poder; se ha manejado inicialmente con prudencia, en buena medida dejándose llevar por los vientos y las mareas, pero sin perder totalmente el rumbo, y haciendo cosas distintas de las que había sugerido que haría unos años antes, para después irse demorando y enredando en los acontecimientos o ver agotados sus recursos al cabo de unos años, y, finalmente, en condiciones de relativa desmoralización, ser sustituida por la siguiente promoción de políticos, que han repetido aproximadamente la experiencia.
Jóvenes centristas
De este modo, los jóvenes políticos centristas que hicieron la transición (en su mayor parte, de origen franquista moderado) se encontraron sin el general Franco, que acababa de morir, y con una clase política franquista sin vocación de poder político y bastante dispuesta a cederlo, un país expectante y moderado, claramente inclinado a la transición democrática, y en medio de una situación internacional sumamente favorable. A los pocos años naufragaron en medio de una grave crisis económica y las aguas revueltas del nacionalismo periférico, el terrorismo y un golpe militar. Fueron sustituidos por unos jóvenes políticos socialistas que habían hecho gala de su anticapitalismo y su neutralismo en política exterior hacía apenas unos años, pero que, una vez en el poder, se apresuraron a convertirse en defensores de una política económica ortodoxa para el manejo de la crisis, y de la entrada de España en la alianza militar occidental, aprovechando la coyuntura de la entrada del país en la Comunidad Europea (que se había ido gestando a lo largo de una década y media). A los pocos años se encontraron metidos en una senda de operaciones contraterroristas que infringían las reglas del Estado de derecho, y de medidas sociales y económicas que, por su timidez y su escasa coherencia, alimentaban un paro de proporciones muy considerables. Su crédito político se fue agotando gradualmente y, en un momento de aparente crisis económica, expiró a mediados de los noventa. Los reemplazaron unos jóvenes políticos populares que habían convertido un partido de derechas, conservador y nacionalista, en otro de centro-derecha, aparentemente capaz de aceptar un modus vivendi entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, y de manejar con soltura una fase favorable, de alza, del capitalismo occidental. (Aunque las rotaciones han sido tres, el ciclo completo se ha repetido hasta ahora dos veces. Sin embargo, parece lo más probable que, en su momento, la generación actual pase por una experiencia de desgaste análoga, aunque no idéntica, a la de las financiaciones anteriores).
Llama la atención, en esta evolución, el carácter pragmático y decidido de unos políticos que, generación tras generación, parecen dispuestos a cambiar, o modular, sus discursos en cuestión de pocos años, lo que indica que son capaces de adaptarse a las circunstancias internas y externas con cierta rapidez. La principal de las circunstancias internas ha sido la consolidación de una ciudadanía moderada, centrista e incluso, en lo fundamental, conservadora. Ésta se atiene a la Constitución, con sus reglas propias de una democracia liberal, pero también con su equilibrio inestable entre el Estado central y las comunidades autónomas; a una economía de mercado en evolución gradual y lenta hacia una versión relativamente liberal, y a una política exterior de signo europeísta. La principal de las circunstancias externas es la inmersión gradual de España tanto en la Unión Europea como en el proceso de globalización de la economía y el orden geoestratégico mundial caracterizado por la desaparición de la Unión Soviética a finales de los años ochenta. Los diferentes segmentos de la clase política han tenido éxito en la medida en que se han amoldado a estas circunstancias, resolviendo con prudencia unas cuestiones y dejando otras pendientes, al tiempo que se persuadían, y persuadían al público, de que conducían al país gracias a sus cualidades de liderazgo.
Mirando al futuro, esta experiencia de aprendizaje se ha ido grosso modo acumulando, y parece haber cristalizado en tres enseñanzas (conectadas entre sí): una, relativa al orden constitucional; otra, al carácter de los políticos, y otra, al tenor de las políticas públicas. La enseñanza de la bondad de los principios constitucionales abstractos de un orden de libertad y de la paz civil ha calado en la mayor parte de la población (con algunas excepciones locales). La segunda enseñanza, asimilada sólo a medias, consiste en que bastantes ciudadanos y algunos políticos parecen haber ido comprendiendo que la talla de los políticos en tanto que 'estadistas' (es decir, políticos con influencia y autoridad moral) depende de que éstos presenten dos características: que sepan respetar y hacer respetar un orden de libertad, lo que incluye respetar el Estado de derecho, y que sean hombres o mujeres de concordia y no de discordia civil, y actúen, en consecuencia, procurando serenar las aguas, para que el debate sea claro, en vez de agitarlas, para que sea turbio, y evitando dejar tras de sí un poso de rencores partidistas.
La tercera enseñanza, relativa al tenor de las políticas públicas, ha sido aprendida con cierta facilidad y relativa rapidez por la clase política, de tal manera que la creencia de que las elecciones se ganan o se pierden en el centro político del país y que conviene seguir la trayectoria general de las políticas públicas de estas dos décadas y media de democracia ha llegado a formar parte ya de los saberes comunes de aquélla. Se supone que las dos grandes fuerzas políticas, que se suelen definir como de centro-derecha y centro-izquierda, comparten varias políticas de Estado, y no se esperan grandes cambios de su alternancia en el poder. Su prudencia en lo que pueda alterar el statu quo en la mayor parte de las áreas de actividad económica y social del país se ha ido haciendo casi proverbial, lo que no excluye su capacidad de adaptación a cambios que vengan, por así decirlo, 'solos', como, por ejemplo, los impulsados por la evolución de los mercados de capitales a escala mundial. El punto de desequilibrio del sistema está en la proclividad de ambas formaciones políticas a hacer alianzas con los nacionalismos periféricos para desbancar a su rival en las regiones o en el conjunto del país (a veces con éxito, y a veces con efectos contraproducentes).
La preferencia de la clase política por actuaciones que ella llama pragmáticas y prudentes (y que un observador externo más exigente podría calificar de apáticas y poco imaginativas) a la hora de desarrollar un orden de libertad depende, en parte, de la influencia que sobre ella ejerce una capa social ilustrada, intermedia entre la clase política y la ciudadanía en general, formada por un medio de profesionales muy diversos, comprometidos con la cosa pública, del que suelen surgir una miríada de líderes sociales, culturales y económicos con influencia en el espacio público, y una serie de autoridades sociales independientes o imparciales.
Dos mundos diversos
Simplificando las cosas, cabe distinguir, dentro de esta capa, dos mundos diversos. Uno es el de los inclinados a actuar en términos de abogados de parte, a poner sus saberes profesionales al servicio de un partido (o sus equivalentes) y a entender que comprometerse es tomar partido. Suelen ser gentes próximas a partidos políticos, sindicatos y otros grupos de interés, y tener una disposición a demandar, denunciar, exhortar y amonestar. Muchas gentes de Iglesia sienten una fuerte afinidad con ellas (aunque el contenido de sus mensajes sea distinto), y, con frecuencia, los periodistas, y en general los medios de comunicación, desempeñan este papel de 'líderes exhortativos', en cuyo caso no cabe esperar de ellos que den los dos lados de una historia y hagan justicia a las posiciones contrarias. Lo opuesto ocurriría con quienes, interesados en la cosa pública, piensan que comprometerse es comprometerse con los problemas, que lo primero es entender su complejidad y facilitar ese entendimiento al público, y que hay que ser, en lo posible, objetivos y hacer justicia escuchando a las dos partes, todo lo cual forma parte esencial de una estrategia orientada a la deliberación. Son 'líderes deliberativos', que recuerdan una y otra vez las reglas de la conversación cívica; expertos que traen a colación los hechos de la situación, y 'jueces' que tratan de ser justos. Éste es el segmento que suele servir de tierra nutricia para las autoridades sociales independientes, que pueden desempeñar un papel de árbitros.
En España, la estructura interna de esta capa ilustrada es tal que hay en ella un desequilibrio a favor de los líderes exhortativos en casi todos los campos, excepto, tal vez, en el de la vida económica. En este último, la existencia de un amplio segmento de expertos económicos, relacionados con la vida de los negocios y capaces de ir modificando sus puntos de vista al compás de la marcha de la economía mundial, ha sido importante a la hora de educar tanto a la clase política como a la ciudadanía en las reglas de la economía de mercado, y en los límites y las posibilidades de la acción política en la materia. Pero en general no se observan experiencias semejantes en las áreas de la política exterior y de defensa, la política social, educativa, sanitaria, judicial, cultural o de comunicación, por poner algunos ejemplos. Los expertos suelen desempeñar un papel modesto; las autoridades independientes son escasas. Predominan en estos campos las actividades de exhortación a las de deliberación. De aquí que se pueda discutir con vehemencia, pero las ideas suelan ser pocas, y no es raro que se reitere, una y otra vez, lo que ya se dijo, o se quiso decir (pero no se dijo con claridad, por confusión), o se pensó decir (pero no se dijo por prudencia), hace diez o veinte años. A veces se importan ideas o eslóganes del exterior, con vistas a utilizarlos rápidamente en la lucha partidista. Pero la emergencia de nuevas ideas desde dentro es dificultosa, ya que la manifestación de posiciones independientes se ve inhibida con frecuencia por el procedimiento del silencio sistemático: quienes están en desacuerdo con ellas las silencian con deliberación, y quienes están de acuerdo las descuidan por desidia.
Tres factores
Esta primacía relativa de las tomas de partido y de las actuaciones de exhortación y amonestación es comprensible, habida cuenta de tres factores. Primero, la debilidad del sistema de educación superior durante la mayor parte del siglo XX. Segundo, el exceso de moralismo (de raíces católicas o marxistas) en la formación de las creencias y los sentimientos de las generaciones que han ido llegando a posiciones de liderazgo o de influencia entre mediados de los años setenta y la actualidad. Tercero, el provincianismo o localismo de la vida española, característico de la mayor parte del siglo XX, que ha permitido una circulación relativamente restringida de las ideas, lo que da cierta ventaja a las ideas simples pero expuestas con insistencia a un público deferente o de reducidos horizontes. Estas tres circunstancias, combinadas, han reforzado la importancia relativa de los líderes exhortativos, les han facilitado el desarrollo de una confianza en sí mismos que compensaría su falta de experiencia o su sensación de ignorancia, y les han ayudado a entender su relación con el público mediante la analogía de los líderes benévolos que guían a sus masas o los pastores benignos que conducen a sus rebaños.
Ahora bien, mirando al futuro, parece probable que este sesgo de la capa ilustrada a favor de una cultura de la exhortación, todavía dominante, se irá corrigiendo, ya que aquellos factores se van debilitando. Es lógico esperar que, aunque lentamente, el sistema educativo superior mejore, el moralismo en la formación de la gente se reduzca y el esquema mental de referencia de muchos se amplíe; y que, como consecuencia, el público (esa sociedad de clases medias y esa ciudadanía activa a las que me he referido) adquiera más confianza en sí mismo y demande más hechos y razones con los que deliberar y hacerse su propio juicio, y menos guías de conducta.
Cómo debe ser una sociedad liberal
(...) UNA SOCIEDAD LIBRE NO ES necesariamente una sociedad 'buena'. Los seres humanos pueden ejercer su libertad tanto para el bien como para el mal: cultivar su libertad o negarse a hacerlo, favorecer la libertad de los demás o ponerle obstáculos, admirarse o envidiarse unos a otros, construir o destruir, o incluso destruirse como sociedad en una guerra civil, por ejemplo (como les ocurrió a los españoles hace algo más de 60 años). (...) Una sociedad liberal sería, por tanto, una en la que se da un orden de libertad que funciona correctamente y en la que, además, hay una mayoría o al menos una masa crítica de individuos liberales. El ideal de un futuro liberal puede combinar ambos componentes, pero mientras que el primero (el marco institucional) es un objetivo político, el segundo (la formación de individuos liberales) sólo puede ser materia para una conversación y una persuasión razonable. Una vez establecidas las premisas de mi reflexión, el paso siguiente es analizar algunos problemas de los españoles de hoy, teniendo en cuenta su trayectoria anterior y la coyuntura local e internacional en la que están, para, a partir de ahí, esbozar el abanico de elecciones posibles, más o menos probables y más o menos deseables dede la perspectiva ya señalada, que, para simplificar, llamaré liberal. Este futuro liberal, posible y deseable, puede ser poco probable, aunque cabe hacer algo para aumentar su probabilidad. La esperanza de que suceda tiene, pues, bases dudosas. En todo caso, el tiempo es una secuencia de actos dramáticos, y el futuro es como un drama a la búsqueda de un desenlace que no llega nunca.
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